Yo soy mejor que tú

Cuando a Ricardo, experto en liderazgo y emprendimiento empresarial, le propusieron trabajar con los dos centros de salud más relevantes y prestigiosos de su ciudad, entró en estado de éxtasis. Sus esfuerzos empezaban a rendir frutos. Llevaba años allanando el camino para lograr vincularse con las organizaciones más importantes de la región. Estas dos clínicas lo eran. Ambas se esforzaban para lograr ser la primera institución prestadora de servicios de salud de alta complejidad y tecnología del país.

A Ricardo se le ocurrió diseñar un plan de trabajo conjunto. Para eso era necesario que los directores de cada organización asistieran simultáneamente a las sesiones e interactuaran. Pero fue imposible. Los dos hombres no solo eran colegas sino rivales, casi enemigos. Ninguno accedió a reunirse con el otro y compartir experiencias. En su necesidad de demostrar la superioridad de la respectiva institución, cada director había recurrido a “inocentes” triquiñuelas y a las conocidas campañas de desprestigio. En la carrera por el primer lugar, se habían desdeñado mutuamente. Pese a los ingentes esfuerzos de Ricardo, no fue posible reunirlos en una misma sala y lograr que conciliaran sus puntos de vista. Cada uno estaba plenamente convencido de su superioridad moral.

La superioridad moral es aquella moral que más en armonía está con el “bien”. Por supuesto, que en una sociedad tan competitiva, donde se quiere demostrar constantemente que se es “mejor” que el otro, la necesidad de hacer patente una moral superior cobra especial importancia. Ejemplos hay muchos: los judíos dicen ser el pueblo elegido por Dios para ser su embajador en el mundo (una creencia muy excluyente); el nazismo consideraba que la raza aria no solo era superior, sino que además era el “alma de nuestra civilización”; católicos y cristianos protestantes se miran por encima del hombro; el amor heterosexual es digno de admiración, pero el homosexual es aberrante y “excremental” (como dijo un honorable padre de la patria, cuyo nombre no vale la pena mencionar), etc.

¿Quién tiene la verdad? Ahí está el meollo del asunto. Tal vez solo el tiempo la revele o ratifique lo expresado por el escritor Fernando Araujo Vélez en su columna El manual de sus verdades: “Creí en la verdad, pero luego me di cuenta de que la verdad eran varias verdades”.

Llegar a un acuerdo con nuestros rivales es casi imposible si se piensa bajo el influjo de la superioridad moral. No es casualidad que hoy, cuando se pueden salvar millones de vidas gracias a los avances de la ciencia, se maten otros millones por cuenta de la intolerancia y la imposibilidad de conciliar puntos de vista diferentes. Demostrar superioridad provoca rivalidades. Si bien la competencia ha traído mucha productividad, también puede convertirse (como lo aseguran en el documental argentino La educación prohibida) en el principio de toda guerra.

Urge instrucción en la diversidad sexual

Cuando Juan contó que era gay nadie le creyó. Sus papás pensaron que estaba confundido. Era apenas lógico. A Juan nunca se le notó afinidad por la vida en rosa, los tacones, los ademanes femeninos, las manualidades, las artes, los musicales, el histrionismo, ni demás actividades o características que se consideran propias del homosexual. Por eso, Juan fue víctima de toda clase de maromas que hicieron sus padres para tratar de que su hijo entrara en razón. Una vecina les recomendó una iglesia donde hacían la “restauración”, proceso mediante el cual el homosexual se “corrige”. Como nada funcionó, a Juan lo llevaron donde un reputado psicólogo. El diagnóstico estremeció a sus padres: Juan era un joven sano mentalmente con una conducta sexual distinta a la heteronormativa. A quienes les urgía una terapia psicológica era a los padres y no a él. Juan ya había asumido, con mucha madurez, su condición sexual.

Tiempo después, cuando la tormenta había amainado, a Juan se le ocurrió comentarle a su madre que quería involucrarse en el activismo LGBTI. Su mamá pegó el grito en el cielo. Se imaginó a su hijo marchando por las calles en trusa de arcoíris, con sombrilla rosada, los ojos delineados, cargando bombas de colores y con pancartas de mensajes propios de la marcha del Orgullo Gay. Pero, no. Juan se refería a otro tipo de activismo. Respetaba y estaba de acuerdo con las fiestas, el Gay Parade y todo ese tipo de celebraciones, pero él, en su sobriedad, quería algo más académico. Algo que ayudara a desmitificar la diversidad sexual y a tumbar paradigmas. La comunidad LGBTI le parecía muy diversa y así como había unos muy histriónicos había otros más moderados en su comportamiento.

La comunidad LGBTI es tan diversa como la vida misma. Hay gente de todos los colores, sabores, tamaños, personalidades y profesiones. El hombre homosexual, por ejemplo, no es solo bailarín o diseñador, también hay médicos, ingenieros, abogados, etc. La mujer homosexual no es solo la de pelo corto que muere por el fútbol, también está la de ademanes muy femeninos que no se baja de unos tacones. El tema es muy complejo. La mejor forma de educar a la sociedad es a través de la política pública y de la academia. Como los políticos acá son muy conservadores (el que no lo es teme perder el apoyo de las iglesias y sus cuantiosos votantes) pues toca recurrir a las universidades. La Universidad Javeriana (Bogotá) cuenta con un grupo de instrucción a la diversidad sexual llamado Stonewall. Allí realizan campañas, foros, debates y actividades lúdicas que tienen el propósito de llevar los resultados de las investigaciones históricas, psicológicas, sociológicas, biológicas, etc., a la población estudiantil y tratar de reducir la ignorancia que todavía existe frente a esta temática.

Es importante hacer un llamado a las universidades de la región para que asuman este tema con decoro y mucha responsabilidad. No existe una sociedad en paz si no hay tolerancia y respeto a la diferencia. A. Novinsky, sobreviviente de un campo de concentración, escribe en Carta a un educador que los peores crímenes de los que fue testigo fueron cometidos por personas que habían ido a una universidad: “Por eso, querido profesor, dudo de la educación y le formulo un pedido: ayude a sus estudiantes a volverse humanos. Su esfuerzo, profesor, nunca debe producir monstruos eruditos y cultos, psicópatas y Eichmans educados. Leer y escribir son importantes solamente si están al servicio de hacer a nuestros jóvenes seres más humanos.”