¿Por qué los ricos deben pagar más impuestos?

Algunas personas no están de acuerdo con que a los ricos se les cobren más impuestos, en porcentaje, que a los demás miembros de la sociedad. Por ejemplo, si la persona de clase media paga el 10% de sus ingresos en impuestos, entonces, según estas personas, los más ricos deben pagar el 10% de sus ingresos en impuestos. De no hacerlo, dicen, se restringe la libertad individual de los ricos al negarles su derecho a la igualdad.

 

A primera vista, esto parece tener lógica: toda la vida nos han dicho que la ley debe ser igual para todos. Sin embargo, en la realidad, la ley no es igual para todos. Y está muy bien que no lo sea. Por ejemplo, los niños tienen ciertas restricciones en sus libertades, porque consideramos que aún no son autónomos; es decir, consideramos que no están en la capacidad de determinar su voluntad por la razón, sino que su voluntad es determinada, principalmente, por sus inclinaciones e instintos. Seríamos unos inconscientes si permitiéramos que la ley tratara a un niño como trata a un adulto, al que se le puede responsabilizar por sus actos, precisamente porque se le considera autónomo. Así tengan dinero, la ley no permite que los niños compren licor, ni que voten, y está muy bien que así sea. Por la misma razón (falta de autonomía), las personas con ciertas discapacidades cognitivas tampoco reciben un tratamiento igual por parte de la ley. Pero si esto es así, ¿por qué se dice que la ley es igual para todos?

 

En una democracia, el valor de la igualdad deber ser interpretado como igualdad proporcional, no aritmética. La igualdad proporcional, como lo explicó Aristóteles, consiste en un trato igual para los iguales, y un trato desigual para los desiguales. Nuestra confusión respecto del valor de la igualdad se da porque la interpretamos en su forma aritmética: lo mismo a todos. Por eso, creemos que la ley debe tratarnos a todos exactamente de la misma forma. Sin embargo, esta interpretación de la igualdad crea injusticia, porque no todos necesitamos ni merecemos lo mismo. Este mismo argumento podría esgrimirse contra un sistema económico que pretendiera darnos a todos los mismos ingresos, por hacer diferentes trabajos, que requieren diferentes grados de esfuerzo y preparación. Por obvias razones, los mismos ingresos para todos sería injusto.

 

Hasta hace muy poco, en Colombia, las personas sexualmente diversas recibían un trato desigual por parte de la ley: no gozaban de los mismos derechos que los demás ciudadanos, no se podían casar ni adoptar niños. Estas restricciones sobre sus derechos humanos se justificaban en una diferencia en la orientación sexual y/o la identidad de género. Sin embargo, la Corte Constitucional, en consonancia con el sistema internacional de derechos humanos, consideró que ser homosexual, bisexual o transgénero no era razón suficiente para recibir un trato discriminatorio en derechos. Es decir, en una democracia, el trato desigual por parte de la ley debe estar debidamente justificado. En el caso de los niños y los discapacitados cognitivos, está claro que lo que justifica el trato desigual es su falta de autonomía. En el caso de las personas LGBT, tratarlas de forma desigual en razón de su orientación sexual y/o identidad de género es injusto, porque las razones que se dan para ello están basadas en prejuicios y estereotipos que no encuentran respaldo científico. Hay consenso científico alrededor de que la homosexualidad, la bisexualidad y el transgenerismo son aspectos normales de la sexualidad humana; ergo, no son trastornos mentales.  Por eso mismo, estas orientaciones sexuales e identidades de género fueron removidas de la lista de enfermedades mentales. Las personas sexualmente diversas no tienen ningún impedimento para formar familia ni para criar hijos.

 

Respecto de cobrarles mayores impuestos, en porcentaje, a los más ricos, ¿habría alguna razón de peso para justificar dicho tratamiento desigual? En mi opinión, sí la hay, y tiene qué ver con el fortalecimiento de la democracia. A continuación, desarrollo la idea:

 

El sistema capitalista es intrínsecamente injusto. ¿Por qué? Porque es un sistema que tiende a la concentración de la riqueza en unos pocos. Esto lo sabemos todos: “plata llama plata”. Entre más grande es el capital, más grande tiende a ser el rendimiento de dicho capital. Entre más grande es el capital, menos esfuerzo hay que hacer para mantenerlo y reproducirlo:

 

“La tasa de rendimiento privado del capital r puede ser significativa y duraderamente más alta que la tasa de crecimiento del ingreso y la producción g (…) La desigualdad r > g implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios. Esta desigualdad expresa una contradicción lógica fundamental. El empresario tiende inevitablemente a transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes solo tienen su trabajo. Una vez constituido, el capital se reproduce solo, más rápidamente de lo que crece la producción. El pasado devora al porvenir” (Thomas Piketty, El Capital en el siglo XXI).

 

En mi opinión, esta contradicción del capitalismo justifica un trato desigual en materia tributaria para los que más tienen. Para evitar que la riqueza se concentre de forma exagerada, el Estado debe cobrarles más impuestos a los ricos que a todos los demás ciudadanos, para con ese dinero generar igualdad de oportunidades. Pero generar igualdad de oportunidades no es repartir dinero entre los pobres, sino, sobre todo, ofrecerles un sistema público de educación de calidad, que les permita a los hijos de los pobres desarrollar sus talentos y salir de la pobreza. De esa forma, nos beneficiamos todos, incluidos los más ricos, porque van a poder disfrutar de una sociedad menos violenta e inestable. Sin embargo, esto tampoco significa que vamos a “ahogar” a los ricos en impuestos. Sin acumulación de capital, no hay crecimiento económico; sin crecimiento económico, no hay nada para distribuir ni redistribuir.

 

Para generar igualdad de oportunidades, el sistema público de educación no puede ser de menor calidad que el privado. ¿Por qué? Porque si es así, entonces los hijos de los que más tienen recibirán una mejor educación, desde el preescolar, lo que les otorgará ventajas para el resto de su vida. En Colombia, por ejemplo, los hijos de los ricos van a colegios privados que les enseñan muy bien a hablar y escribir en inglés. No puede decirse lo mismo del nivel de inglés de los que han estudiado siempre en el sistema público. En un mundo globalizado, esta ventaja puede ser determinante en el tipo de oportunidades laborales y académicas que reciben unos y otros. Esto hace que no podamos decir que el sistema de educación colombiano genera igualdad de oportunidades.

 

¿Por qué es importante para una democracia generar igualdad de oportunidades? Cuando no hay igualdad de oportunidades, vence casi siempre el privilegio. Y los privilegios son antidemocráticos, precisamente porque la democracia parte de la necesidad de que quien gobierne lo haga legítimamente, no por privilegios (Dios, linaje, etc.). La democracia es meritocrática, y por eso propone el valor de la igualdad en su interpretación proporcional, no aritmética. La democracia busca que sean los mejores quienes gobiernen y legislen. Pero sin igualdad de oportunidades, lo más seguro es que quienes gobiernen y legislen sean, en su mayoría, los privilegiados. Para la muestra, un botón: Colombia. Con el agravante de que aquí no gobiernan y legislan los mejores entre los privilegiados, sino los más deshonestos, que pueden fácilmente engañar a una ciudadanía sin formación política.

 

La igualdad de oportunidades, además, genera mayor igualdad económica (una clase media más robusta). ¿Por qué es importante para una democracia que la riqueza no esté concentrada en pocas manos? Cuando la desigualdad económica es muy grande, como en Colombia, el poder económico se hace fácilmente con el poder político. Los más ricos compran medios de comunicación, difunden su discurso entre el pueblo y financian campañas, para asegurarse de que sus intereses estén sobrerrepresentados en el Estado. Por ejemplo, el caso del hombre más rico de Colombia, el señor Luis Carlos Sarmiento Angulo: financia campañas presidenciales, sus empresas se quedan con contratos del Estado, es dueño del periódico de mayor circulación en el país (El Tiempo) y nos puso a su abogado de confianza de Fiscal General de la Nación, para poder tapar sus inmoralidades. En síntesis, la excesiva concentración del poder económico nos ocasiona una excesiva concentración del poder político que sovaca la democracia. Por este mismo principio democrático de no tener el poder muy concentrado (“todo el poder a ninguno”), es que la democracia rechaza la economía de mando. Si el Estado reemplaza al mercado, entonces un solo ente, el Estado, concentraría todo el poder político y todo el poder económico, lo que deja al individuo sin margen de defensa frente a ese Estado. Por eso, no es casualidad que los intentos de socialismo hayan terminado todos en regímenes antidemocráticos.

 

 

 

 

¿Hay principios absolutos?

Ningún principio es absoluto. Los dilemas morales son dilemas precisamente porque entran en conflicto dos o más principios. Supongamos un caso donde debemos hacer A y debemos hacer B, siendo A igual de importante que B. Pero resulta que nos encontramos en una situación en la que si hacemos A, no podemos hacer B. Y si hacemos B, no podemos hacer A. Es decir, nuestro principio de hacer A entra en conflicto con nuestro principio de hacer B.

Esta situación hipotética, de hecho, se da con frecuencia en el mundo real. Por ejemplo, apoyar o no un acuerdo de paz con un grupo armado insurgente. En este caso, colisionan dos principios: el de la paz (entendida como cese del fuego y reconstrucción de la memoria histórica) y el de la justicia penal. Es evidente que firmar la paz requiere altas dosis de impunidad, porque los perpetradores de crímenes no recibirían el castigo que está estipulado en la ley ordinaria. Precisamente, y para que la impunidad no sea absoluta, se crea una justicia transicional. No obstante, pese a dicha justicia especial, sigue habiendo un sacrificio enorme en materia de justicia penal. Pero no firmar el acuerdo de paz es seguir con una confrontación armada que mata más civiles que combatientes y que tiene un costo económico enorme, en una sociedad con una parte importante de su población viviendo sin las necesidades básicas satisfechas. ¿Qué debemos hacer, entonces, en este caso? ¿Sacrificamos justicia penal por lograr la paz o sacrificamos la paz por la justicia penal?

Otro ejemplo: supongamos que un padrino de bautismo le regala, de cumpleaños, un videojuego a su ahijado. El niño pretende jugar siempre solo, y no piensa compartir el videojuego con su hermano menor. La madre se enfrenta, entonces, a un dilema: ¿le respeta lo que es de él o le obliga a compartir el videojuego con su hermano, para forjarle un carácter generoso? Si le respeta lo que le pertenece, entonces no le forja un carácter generoso, pero si le forja un carácter generoso, no le respeta lo que le pertenece. ¿Qué es más importante reforzarle al niño en ese caso: el principio de respetar lo ajeno o el principio de la generosidad?

Otro ejemplo: supongamos que nuestro país se enfrenta a una segunda vuelta presidencial, y que ninguno de los dos candidatos enfrentados nos gusta. Sería muy comprensible que decidiéramos votar en blanco si consideráramos que las dos candidaturas son igualmente nocivas para nuestro país. Pero ¿qué pasa cuándo hay un candidato cuyas ideas ocasionarían un daño mayor que las del otro? En este caso, nos enfrentaríamos a un dilema: ¿votamos en blanco en aras de respetar el principio de la coherencia política (aun a sabiendas de que no se repetirán las elecciones ni ganando el voto en blanco) o sacrificamos nuestra coherencia política en aras de evitar un mal peor para el país?

Lo ideal, en todos los casos anteriores, es tomar la decisión que más razones parezca ofrecer en su favor. El error, entonces, consistiría en asumir un principio como absoluto. Hay casos en los que debemos sacrificar un principio por otro. Desgracidamente, la vida es así. Ni siquiera el principio de no matar es absoluto. No debemos matar a nadie, pero hay casos en los que se justifica; por ejemplo, cuando se realiza en defensa propia. La persona dogmática no entiende esto, porque cree que hay un principio absoluto, que no admite excepciones, o porque no cree que los principios puedan entrar en conflicto. Es decir, no podría admitir la existencia de dilemas morales genuinos, porque tendría que admitir, al mismo tiempo, que no hay principios absolutos o que los principios no entran en conflicto.

¿Estamos formando ciudadanos para la democracia?

El sistema educativo de una democracia constitucional[1], como la colombiana, debería formar ciudadanos que comprendan el sistema político y económico que los rige y la historia política y económica de la sociedad en la que viven. Solo así, podrán los ciudadanos votar de forma más consciente y contextualizada. Un sistema educativo que no forma políticamente deja al ciudadano a merced del demagogo, la politiquería, el despojo, la injusticia y la antidemocracia.

 

El índice de Democracia (en su medición de 2018), realizado por la Unidad de Inteligencia de The Economist (EIU, por sus siglas en inglés), clasificó a Colombia en el grupo de “Democracias defectuosas”. Esta noticia no sorprendió a nadie, porque Colombia nunca ha salido de dicha categoría. La democracia colombiana ha sido siempre una democracia defectuosa. Y no es de extrañar que se mantenga así. Basta hablar de política cinco minutos con el ciudadano promedio, para decepcionarse profundamente de la educación colombiana. Y eso incluye a quienes se han graduado de bachillerato, pregrado y posgrado. La instrucción no asegura que el ciudadano pueda desenvolverse de forma contextualizada en una democracia. La instrucción no asegura el desarrollo del pensamiento crítico ni de la capacidad argumentativa. Hay personas con títulos de doctorado que entienden muy poco de política. Y, en una democracia constitucional, lo que sería útil es que todos los ciudadanos entiendan la política, porque son los que deciden quiénes gobernarán y legislarán. Y porque son quiénes deben limitar y controlar a quienes gobiernen y legislen.

 

El sistema educativo de Colombia no forma políticamente. Para fortalecer la democracia, se necesita un sistema educativo que trate los asuntos públicos, no solo en términos de información, sino, sobre todo, de dominio cognoscitivo. Entre más comprenda el ciudadano el sistema político y económico en el que vive, mejor se desempeñará en el mismo. La participación política aumenta en la medida en que el ciudadano comprende la política. Si el ciudadano comprende los asuntos públicos, hay más probabilidades de que se anime a participar y de que no se deje engañar por demagogos. Para poder participar de los asuntos públicos, y dado que la democracia llama a la discusión, el ciudadano debe tener capacidad argumentativa. Si no, será más fácil que recurra a la violencia para imponer sus puntos de vista o que termine cayendo en la apatía total.

 

Cuando se habla de que el ciudadano debe comprender el sistema político y económico de Colombia, se habla (por supuesto) de incluir un fuerte componente histórico en la educación básica, que debe hacer énfasis en la historia política y económica del país. Para comprender el momento actual, se debe recurrir a la historia. Por eso, el componente histórico es fundamental. En la enseñanza de la historia debe incluirse las distintas versiones de los actores implicados en los hechos. Estudiar historia política debe incluir el estudio del conflicto armado colombiano, con un énfasis en las víctimas. La idea es que cuando el ciudadano se gradúe de bachillerato haya escuchado muchas veces a las víctimas del conflicto armado.

 

El colombiano es insolidario por ignorancia, no por maldad. No goza de un sistema educativo que le cuente las distintas versiones del conflicto armado interno ni que propicie espacios para escuchar, hablar e interactuar con las víctimas. Estos ejercicios deben realizarse desde primaria, porque se necesita que los futuros ciudadanos crezcan con el firme propósito de no repetir los hechos violentos. Para eso es que sirve la construcción de la memoria histórica. Pero, además, la memoria histórica es una forma de reivindicar a la víctima, de reconocerla como tal y de honrarla. A las víctimas hay escucharlas. No importa si son víctimas de la extrema izquierda, la extrema derecha, el Estado o el narcotráfico. Lo que importa es que son víctimas de la sociedad colombiana; por lo tanto, el ciudadano tiene el deber de hacer algo para reivindicarlas.

 

Formar políticamente no es ver una clase de democracia y economía en el colegio, y otra de constitución política en la universidad. Formar para la paz tampoco es tener una cátedra obligatoria de paz en las instituciones educativas. Estos esfuerzos son importantes, pero insuficientes. Además, no logran su cometido si terminan convirtiéndose en materias de relleno, como es usual. Este tipo de asignaturas deben ser dictadas por los mejores docentes, los más formados académicamente, pero, además, deben ser permanentes a lo largo del proceso educativo. No debe haber un año de la educación básica sin que el futuro ciudadano estudie y reflexione sobre la política. Así como se enseñan matemáticas todos los años de la educación básica, porque es muy importante hacerlo, es fundamental que se estudie la política, desde muchos ángulos, pero con énfasis en filosofía política, filosofía de la economía e historia, para que el ciudadano comprenda el sistema en el que vive.

 

Nota: “La ilustración es el primer derecho del pueblo en una democracia”, Benjamin Erhard.

Nota 2: “(…) si la democracia tiene que ver con la autonomía personal, si la autonomía personal es la misma dignidad, y una comunidad autónoma es la que no sea gobernada desde afuera sino que ella misma se gobierne, si esto es así, entendemos por qué es que nos gusta la democracia y por qué vale la pena educar en democracia”, Carlos Gaviria Díaz.

 

[1] Las democracias constitucionales son también conocidas como democracias modernas o liberales. Lo más preciso es llamarlas liberal-democracias, pues el elemento liberal antecede al democrático, ya que en dicho sistema político el criterio de la mayoría no puede decidir sobre los derechos de una minoría.