¿Quiénes son los liberales en Estados Unidos?

Los estadounidenses llaman “liberales” a quienes defienden el capitalismo de justo mercado (“fair-market capitalism”), no el capitalismo de libre mercado (“free-market capitalism”). Esto parece una contradicción, pero no lo es. El liberalismo político defiende no solamente el principio de la libertad individual, sino la justicia (equidad). Sin igualdad de oportunidades, la libertad queda muy restringida, porque el sistema es una competencia. Les pongo un ejemplo: un niño pobre de alguna ciudad estadounidense, que recibe una educación mediocre en alguno de los colegios públicos (la calidad de la educación pública depende del barrio en el que se vive), puede tener la libertad formal de elegir la profesión, pero no tiene la libertad efectiva para lograr dicho fin. Si decide ser médico, por ejemplo, lo más seguro es que no lo logre, porque su nivel académico no puede competir con quienes recibieron una mejor educación, sea porque vivían en un barrio de mayores ingresos, o porque sus padres podían pagarles un colegio privado. Como contraargumento, los “conservadores” (así llaman los estadounidenses a los defensores del capitalismo de libre mercado), esgrimirán algunos de los poquísimos ejemplos de superación, donde un niño pobre llega a ser médico (la vieja táctica de generalizar las excepciones). Sin embargo, y pese a que cierta desigualdad es necesaria (para mantener el aliciente a la productividad), la extrema desigualdad destruye la democracia (porque concentra el poder político entre quienes tienen la riqueza) y frena el crecimiento económico (al generar una demanda agregada débil y una distribución subóptima del recurso humano). Si no hay igualdad de oportunidades, si las oportunidades dependen mucho de la posición social en la que se nace (una contingencia moralmente arbitraria), si no todos recibimos una educación de igual calidad, no podremos hablar de meritocracia. La desigualdad económica tiene una relación negativa con la movilidad social. Si no hay meritocracia, sobrarán los alicientes para que las personas tomen atajos, para que hagan un mal uso de su libertad individual. De manera, pues, que los estadounidenses hacen muy bien en llamar “liberales” a los defensores del capitalismo de justo mercado, pues el liberalismo sin justicia, sin igualdad de oportunidades, convierte la libertad de la mayoría en una simple formalidad.

¿Desconcentrar la tierra improductiva es socialismo?

En Colombia, todo aquel que propone desconcentrar la tierra improductiva, para ponerla a trabajar, es tachado automáticamente de “extrema izquierda”, “socialista”, “guerrillero” o “comunista”, pero nunca de “liberal”. Sin embargo, al revisar el concepto de propiedad en John Locke[i], esta intención de desconcentrar la tierra improductiva, para ponerla a trabajar, parece liberal.

 

A primera vista, esta afirmación parece un despropósito, pues el liberalismo le ha otorgado desde siempre una importancia capital a la propiedad privada. De hecho, en el Segundo tratado sobre el gobierno civil, Locke afirma que el poder político es el derecho a dictar leyes con el fin de regular y preservar la propiedad (aunque por propiedad entiende no solamente las posesiones privadas, sino la vida y la libertad). Esto quiere decir que es la necesidad de proteger la propiedad (vida, libertad y posesiones privadas) la que da origen a que los seres humanos se asocien políticamente o abandonen el estado de naturaleza. El estado de naturaleza es el estado en el que estarían naturalmente los seres humanos si no hubiese autoridad o poder político. En el estado de naturaleza de Locke, los individuos son todos iguales entre sí, y se encuentran en un estado de perfecta libertad, gobernados por la ley de la naturaleza (la razón), que les permite hacer lo que les plazca, siempre y cuando no dañen a los demás. La ley de la naturaleza manda a los individuos a no dañar la vida, la libertad o las posesiones privadas del prójimo (derechos naturales). Pero ¿qué pasa cuando ocurre alguna violación de los derechos naturales? Según Locke, cada persona tiene el derecho de castigar la transgresión de la ley de la naturaleza (justicia privada), con el fin de obtener retribución y de disuadir sobre futuras violaciones. Sin embargo, afirma, es evidente que ser juez de la propia causa puede generar excesos a la hora de aplicar el castigo (venganza); por lo tanto, y en aras de evitar los inconvenientes de la justicia privada, los seres humanos se asocian políticamente, y establecen una autoridad que se encarga de castigar las transgresiones a la propiedad: vida, libertad y posesiones privadas.

 

En Locke, las posesiones privadas son un derecho natural porque están dadas por el trabajo. A cada persona le corresponde el fruto de su trabajo:

 

Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya (Locke, 2006, pp. 34).

 

Desde esta perspectiva, la propiedad privada representa el trabajo de las personas; es decir, el tiempo de vida que gastaron trabajando para obtener dicha propiedad. Vista de esta manera, y teniendo en cuenta que Locke no conoció la propiedad productiva del capitalismo industrial[ii], tiene sentido que la propiedad privada sea, para él, un derecho natural.

 

Si el trabajo es el que define la propiedad, entonces la tierra es de quien la trabaja. “Toda porción de tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y haga que produzca frutos para su uso será propiedad suya” (Locke, 2006, pp. 38). Esta concepción de la propiedad no permite la excesiva concentración de la tierra en pocas manos (como ocurre en Colombia), porque nadie podría poseer más de lo que es capaz de trabajar. “(…) esa misma regla de la propiedad, a saber, que cada hombre solo debe posesionarse de aquello que le es posible usar, puede seguir aplicándose en el mundo sin perjuicio para nadie (…) (Locke, 2006, pp. 42)”.

 

Para el padre del liberalismo clásico, no tendría sentido que Colombia tuviera diez millones de hectáreas de tierra cultivable sin producir, en manos de latifundistas, mientras millones de personas no logran satisfacer sus necesidades básicas.

 

No puede haber demostración más clara de esto que digo que lo que vemos en varias naciones de América, las cuales son ricas en tierra y pobres en lo que se refiere a todas las comodidades de la vida; naciones a las que la naturaleza ha otorgado, tan generosamente como a otros pueblos, todos los materiales necesarios para la abundancia: suelo fértil, apto para producir en grandes cantidades todo lo que pueda servir de alimento, vestido y bienestar; y, sin embargo, por falta de mejorar esas tierras mediante el trabajo, esas naciones ni siquiera disfrutan de una centésima parte de las comodidades que nosotros disfrutamos (Locke, 2006, pp. 47).

 

En Locke, el valor de los bienes está dado principalmente por la cantidad de trabajo involucrada en su producción, recolección, comercialización, etc. Es el trabajo, por ejemplo, lo que le da valor a la tierra: “Es, pues, el trabajo lo que pone en la tierra gran parte de su valor; sin trabajo, la tierra apenas vale nada” (Locke, 2006, pp. 48). Es decir, desde esta perspectiva, las diez millones de hectáreas de tierra cultivable que están sin trabajar en Colombia tendrían poco valor, pues no hay nadie trabajándolas, a pesar de que hay manos disponibles para hacerlo.

 

John Locke consideraba que la razón era un don de Dios, para que los seres humanos mejoraran sus condiciones de vida. No resulta muy racional tener desempleo, millones de personas viviendo sin las necesidades básicas satisfechas, y no utilizar de manera sostenible los recursos que se tienen. De hecho, los países industrializados tienen en común que todos hicieron reformas agrarias previamente a su proceso de industrialización, algunos de forma violenta (como Francia, durante su revolución liberal), y otros de forma más pacífica.

 

En Colombia, durante la última campaña presidencial, un candidato (Gustavo Petro) propuso un instrumento liberal para desconcentrar la tierra improductiva, que consiste en subir el techo del impuesto predial, para que los poseedores de latifundios improductivos se vean obligados a trabajarlos o a venderlos. Es decir, ni siquiera se habló de expropiación sin previa indemnización, y la propuesta fue automáticamente descalificada como socialista, pese a que el primero en proponerla en Colombia fue el Partido Liberal, como bien lo reconoció el último candidato presidencial de esa colectividad, Humberto de la Calle. Este es apenas un ejemplo más de cómo lo liberal-democrático es visto en Colombia como de “izquierda radical” o “socialista”.

 

“Dios ha dado a los hombres el mundo en común; pero como se lo dio para su beneficio y para que sacaran de él lo que más le conviniera para su vida, no podemos suponer que fuese la intención de Dios dejar que el mundo permaneciese siendo terreno comunal y sin cultivar. Ha dado el mundo para que el hombre trabajador y racional lo use; y es el trabajo lo que da derecho a la propiedad, y no los delirios y la avaricia de los revoltosos y los pendencieros” (Locke, 2006, pp. 39).

 

 

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

Locke, J. (2006). Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil. Editorial Tecnos, Bogotá, Colombia.

 

Sartori, G. (2003). ¿Qué es la democracia? Editorial Taurus, México D.F, México.

 

[i] John Locke es conocido como el fundador del liberalismo o el padre del liberalismo clásico.

 

[ii]  “El liberalismo clásico conocía únicamente la propiedad protectora. Es verdad que el liberalismo aprecia y defiende al individuo también mediante aquella seguridad que le da su protección. Pero la propiedad en cuestión no es, y no podía ser, un “poseer para invertir”, es esa propiedad que constituye garantía de libertad”  (Sartori, 2003, pp. 329).

 

La concentración del poder y la democracia

Tener el poder muy concentrado, sea el poder público, político, económico o mediático, es nocivo para la democracia. A continuación, intento explicar las prescripciones del sistema democrático para desconcentrar los distintos poderes.

 

Para desconcentrar el poder público, la democracia prescribe dividirlo en tres ramas: ejecutiva, legislativa y judicial. Sin embargo, no es suficiente con dividirlo, sino que tiene que haber equilibrio de poderes entre las tres. De esta manera, se evita el ejercicio de un poder despótico, pues si una rama se sale de control, están las otras dos para controlarla. Por ejemplo, en Colombia, la rama judicial, en cabeza de la Corte Constitucional, impidió que Uribe Vélez se eternizara en el poder. Aunque la sentencia fue acusada de antidemocrática, por ser una decisión contramayoritaria (que contrariaba no solo las mayorías en el Congreso, sino las mayorías ciudadanas); en realidad, lo que hizo fue proteger la democracia, pues el control constitucional (Judicial Review) está no solo para evitar que el poder político o las mayorías ocasionales lesionen las libertades individuales, sino para proteger el procedimiento democrático frente a dichas mayorías, que podrían destruir la misma democracia, como tantas veces ha ocurrido en el mundo a lo largo de la historia. Para evitar una concentración exagerada de poder político, bajo la premisa de que quien tiene poder abusa de él (en mayor o menor medida), la democracia postula un ejercicio del poder ejecutivo limitado en el tiempo. En una democracia, las mayorías ocasionales no pueden darse el gusto de destruir el sistema político, menos cuando se tiene la certeza de que las mayorías no son expertas en política, y pueden ser fácilmente manipuladas por demagogos. No hay que olvidar que las mayorías mataron a Sócrates, a Jésus y favorecieron a Hitler.

 

Para desconcentrar el poder político (el poder que gobierna y legisla), la democracia prescribe una competencia política entre minorías de poder o partidos políticos. Es decir, la clase política, en una democracia, se compone de minorías de poder (en plural, nunca en singular), que compiten por el poder político. La idea es que las distintas visiones políticas estén representadas en dichas minorías de poder, para que la competencia sea entre visiones distintas de sociedad, y no entre bandas despojadoras de lo público, guiadas enteramente por la codicia, como sucede en Colombia. Esto es muy importante, ya que la competencia política permite que las minorías de poder se vigilen entre sí: si una minoría de poder está haciendo fechorías, las otras minorías la van a denunciar. ¿Por qué? Porque son rivales. Teniendo en cuenta esto, se puede concluir que Cuba no es una democracia, así la población cubana elija a algunos delegados, porque la competencia política en dicha isla se da entre personas de un mismo partido. Es decir, el cubano no puede elegir entre distintas opciones políticas, sino entre distintos representantes de la visión política hegemónica, y eso rompe tajantemente el sistema democrático.

 

Para desconcentrar el poder económico, la democracia postula la igualdad de oportunidades, que implica un igualamiento relativo en las condiciones iniciales, sin el cual no se puede construir una sociedad meritocrática. El mayor instrumento conocido por la humanidad para generar igualdad de oportunidades es la educación pública y de calidad, porque les ofrece a todas las personas la oportunidad de desarrollar su razón y de descubrir y desarrollar sus talentos, no solo para que puedan generar su propio sustento económico, sino para que contribuyan a la deliberación democrática. Obviamente, el proceso educativo requiere de unos individuos con las necesidades básicas satisfechas; pues, de otra manera, no rinde los frutos esperados: con hambre es difícil aprender. Además, la calidad de la educación pública debe ser relativamente igual a la calidad de la educación privada; pues si la privada es superior, los hijos de los ricos tendrán una ventaja, no ganada por su propio esfuerzo, sino por los privilegios económicos de la familia en la que nacieron. Sin igualdad de oportunidades, vence casi siempre el privilegio, y la democracia es antiprivilegios, porque se origina de la necesidad de que quien ejerza el poder no lo haga precisamente por privilegios (derecho divino, derecho de nobleza o derecho de fuerza), sino por mérito (derecho popular). Por esta razón, el valor democrático de igualdad debe ser interpretado en su forma proporcional o de mérito (equidad), no aritmética, ya que lo mismo a todos es esencialmente injusto, porque ni todos merecemos lo mismo, ni todos necesitamos lo mismo.

 

En el largo plazo, la igualdad de oportunidades genera una igualdad económica relativa o un ensanchamiento de la clase media. Esto es importante no solo porque es justo (equitativo), sino porque evita que un poder económico muy concentrado pueda comprar fácilmente el poder político, como sucede en Colombia. El caso paradigmático es el del banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo, dueño del grupo económico más poderoso del país, que puso al poder político (santismo-uribismo) a gobernar y legislar en favor de sus intereses, como lo indican no solo la cantidad de contratos que sus empresas tienen con el Estado, sino con lo que nos hemos venido enterando del escándalo de Odebrecht-Grupo Aval (gracias a la justicia de otros países) y el hecho nada despreciable de haber puesto a su abogado de confianza, Néstor Humberto Martínez, de Fiscal General de la Nación, y a un subalterno suyo, Fernando Carrillo, de procurador, para tapar sus inmoralidades. Esto, por supuesto, lo logró, porque tenía a las dos grandes fuerzas políticas de su lado: el santismo y el uribismo.

 

Se ha discutido mucho sobre los conflictos de interés de Néstor Humberto Martínez, pero muy poco sobre los del procurador Carrillo. Cuando estalló el escándalo de Odebrecht-Grupo Aval, el Ministerio Público, en cabeza del procurador, pudo haber recusado al fiscal Martínez ante la Corte Suprema de Justicia, para que esta lo apartara de todo lo que tuviera que ver con dicha investigación judicial; sin embargo, y pese a que los senadores Claudia López y Jorge Enrique Robledo se lo pidieron, el procurador Carrillo se negó. ¿Por qué se negó el procurador Carrillo? Porque el procurador, hasta una semana antes de posesionarse como tal, trabajó para el Grupo Aval, de quien recibía un sueldo de 89 millones de pesos mensuales. El resto son excusas. La misma Corte Suprema de Justicia les había dicho a los senadores Jorge Robledo y Claudia López que era el Ministerio Público el que tenía la competencia para recusar al fiscal.

 

En Colombia, todo está perfectamente organizado para que los más ricos entre los ricos sigan valiéndose del Estado para enriquecerse impunemente, en nombre de una libertad económica simulada y una garantía de no caer en socialismo. Entre más se concentre el poder económico, mayor será la capacidad de dicho poder para hacerse con el poder político. Por supuesto, a los paladines de la plutocracia les conviene mantener a una parte importante de la población en la pobreza; pues, de lo contrario, no habría quién les venda el voto ni quién les pelee sus guerras. A su vez, les conviene mantener una educación sin formación política, concentrada casi que exclusivamente en el desarrollo de la razón instrumental, aunque de manera mediocre, de manera que la gente siga creyendo que, si no vota por ellos, nos convertimos en Venezuela o Cuba.

 

Sosteniendo el principio de no concentración de poder, la democracia se opone a la economía de mando. Si el Estado, además de tener todo el poder público, reemplaza al mercado, entonces acumula todo el poder económico, lo que ocasiona una acumulación exagerada de poder en un solo ente, el Estado, que termina por eliminar las libertades individuales, como bien lo demostraron los experimentos comunistas. Esto quiere decir que ni el neoliberalismo a ultranza (que prescribe la extrema derecha), ni el socialismo o muerte (que prescribe la extrema izquierda) favorecen el sistema democrático.

 

Finalmente, para desconcentrar el poder mediático, la democracia prescribe una estructura informativa policéntrica (pluralidad de medios), de manera que la información y la tendenciosidad de un medio de comunicación puedan ser contrarrestadas por la información y la tendenciosidad de otros medios de comunicación. De esta manera, los ciudadanos tenemos más posibilidades de recibir las distintas versiones sobre los asuntos públicos, lo que hará que elijamos mejor. En Colombia, el poder mediático lo concentró la oligarquía política, primero; y en la actualidad, lo concentra el poder económico. Sin embargo, y pese a que falta mucho por mejorar, los colombianos ya no estamos sometidos enteramente al discurso de la oligarquía política o el poder económico, pues internet ha permitido que otras voces difundan sus discursos. Y esto es de suma importancia, porque el policentrismo mediático es una de las tres condiciones para la formación de una opinión pública predominantemente autónoma, que es, a su vez, condición para que las elecciones sean consideradas libres. En otras palabras, sin pluralismo de medios no hay elecciones libres, y sin elecciones libres no hay democracia.

 

En conclusión, la concentración del poder no favorece la democracia. Esto significa que desconcentrar el poder es fortalecer la democracia. Sin embargo, en Colombia, no ha habido voluntad política para hacerlo. La riqueza seguirá concentrándose, la tierra no se desconcentrará, y se mantendrá improductiva o subutilizada, los recursos públicos seguirán enriqueciendo a los que ya están ricos, la violencia de todo tipo se mantendrá, el modelo de desarrollo económico será extractivista, es decir, el que más destruye nuestra mayor riqueza: la biodiversidad; mientras sigamos eligiendo a los mismos de siempre, es decir, a la histórica oligarquía liberal-conservadora (santismo-uribismo), representada hoy en los siguientes partidos políticos y sus aliados: Centro Democrático, Partido Liberal, Partido Conservador, Cambio Radical y Partido de la U. Esta lista incluye, por supuesto, a todo partido o movimiento político que apoye a alguno de estos cinco partidos.

 

¿Por qué nuestros mayores votan por la oligarquía corrupta?

Antes de empezar a contestar esta pregunta, voy a delimitar lo que entiendo por “mayores” y por “oligarquía”. Por “mayores”, me refiero a quienes se educaron antes de 1991; y por “oligarquía”, me refiero al grupo de personas que han gobernado a Colombia en favor de los intereses de los más ricos, a expensas del interés general. No es por culpa de Dios o las guerrillas que tenemos un coeficiente de Gini de 0,517 (por encima de 0,4 indica una desigualdad en los ingresos “alarmante” que puede ocasionar agitación social, según Naciones Unidas), sino por culpa, principalmente, de quienes nos han gobernado. ¿A quiénes me refiero cuando hablo de oligarquía? Exactamente a la histórica oligarquía liberal-conservadora, que después mutaría en santismo-uribismo (el primero encarnando a la oligarquía bogotana, y el segundo a los terratenientes). Cuando digo que nuestros mayores, en su mayoría, votan por la oligarquía corrupta, me refiero a que votan por los siguientes partidos políticos y sus aliados: Centro Democrático, Partido Liberal, Partido Conservador, Cambio Radical y Partido de la U. Esto no quiere decir que no haya corruptos en los demás partidos o movimientos políticos, pues las manzanas podridas son inevitables en cualquier organización, sino que, al menos, las cabezas de dichos partidos no son corruptas o no han tenido la oportunidad de demostrarlo, porque no han gobernado.

 

La razón por la que nuestros mayores votan en su mayoría por la oligarquía corrupta tiene que ver con el tipo de sociedad en la que fueron educados. Antes de 1991, no existía en Colombia la separación iglesia-Estado, lo que equivale a decir que no existía, ni siquiera formalmente, una democracia. La democracia no es solo un método de toma de decisiones colectivas, sino un sistema político; es decir, un conjunto de principios, valores e ideales. La democracia, por ejemplo, sostiene tres valores últimos: libertad, igualdad y pluralismo. La primera condición del pluralismo es la separación iglesia-Estado, sin la cual no hay democracia, pues no se puede creer que la diversidad es algo que suma, y al mismo tiempo imponer una particular concepción del bien sobre los ciudadanos. La no separación de iglesia-Estado no solo atenta contra el pluralismo, sino contra la libertad y la igualdad, pues no hay libertad de conciencia si puedo ser discriminado por mis creencias religiosas.

 

Antes de 1991, la Iglesia Católica tenía profunda influencia en la educación pública. Los profesores del magisterio, por ejemplo, debían ser católicos. Es decir, la educación no tenía como objetivo formar ciudadanos, educar en los valores de libertad, igualdad y pluralismo, formar el pensamiento crítico y las habilidades argumentativas, sino adoctrinar buenos católicos; lo que, a su vez, garantizaba unos individuos sumisos respecto del poder político reinante, que se lo alternaban liberales y conservadores. La Iglesia Católica, entonces, y como ocurrió en la época de la colonia, servía de aparato ideológico del poder político, era su fundamentación y la garantía de que no fueran muchos los que se percataran de las injusticias. Por eso, no nos debe extrañar que nuestros mayores repitan irreflexivamente que “Colombia tiene la democracia más antigua de Latinoamérica”. Esto fue lo que los pusieron a repetir.

 

Antes de 1991, había elecciones en Colombia; sin embargo, no eran libres. Y cuando digo que no eran libres no me refiero solamente a que fueran fraudulentas (hay serios indicios que así lo sugieren; por ejemplo, en las elecciones de 1970), sino a que los votos no provenían de una opinión pública predominantemente autónoma, sino dirigida por la iglesia (a través de la educación) y los medios de comunicación de la oligarquía. Para que exista una opinión pública que sea predominantemente autónoma, se requiere de tres condiciones: libertad de pensamiento, libertad de expresión y pluralidad de medios, ninguna de las cuales puede ser garantizada por un Estado confesional. La pluralidad de medios en Colombia brillaba por su ausencia, pues los medios eran en su mayoría de las familias oligárquicas. Por ejemplo, la familia Pastrana tenía su propio noticiero (Datos y Mensajes), y los Santos eran dueños del periódico El Tiempo. Además, el sistema político estaba limitado a los dos partidos oligárquicos: conservador y liberal, que habían pactado a finales de los años 50 turnarse el poder cada cuatro años, y repartirse los ministerios y la burocracia en partes iguales. En 1984, se crea un tercer partido político, de izquierda, la Unión Patriótica, pero fue exterminado a bala, razón por la cual pierde su personería jurídica.

 

Nuestros mayores, además, crecieron y se educaron en el contexto de la Guerra Fría. Por eso, no nos debe extrañar que, aún hoy, señalen de comunista toda opción política distinta a la oligarquía. Este rasgo de nuestra opinión pública fue introducido por la propaganda anticomunista estadounidense, en el marco de la Doctrina de la Seguridad Nacional y del “enemigo interno”, durante la Guerra Fría, que convirtió a todo crítico de Estados Unidos y las élites locales en un “peligroso enemigo interno”, no solo en Colombia, sino en toda América Latina, para así justificar su muerte o desaparición. Si bien el comunismo es algo de temer, este miedo le ha servido a la oligarquía colombiana para conservar el poder. Todavía hay gente que vota por esta oligarquía, a sabiendas de que es corrupta, porque le da mucho miedo caer en el socialismo: “Prefiero a los corruptos que convertirnos en Cuba o Venezuela”, dicen.

 

En conclusión, y para resumir la idea, nuestros mayores votan en su mayoría por la oligarquía corrupta, porque fueron adoctrinados para hacerlo: 1) recibieron una educación confesional (incapaz de cuestionar el poder, porque la iglesia era parte del poder político); 2) se informaban a través de los medios de comunicación de la oligarquía (ahora se informan a través de los medios de comunicación del poder económico) y 3) aprendieron erróneamente que solo existen dos opciones posibles de poder: la oligarquía (que se disfraza de democracia) o el socialismo. Por el contrario, las nuevas generaciones no solo fuimos educadas con mayor libertad, sino con mayor acceso a la información, de manera que no dependemos enteramente del periodismo de poder para informarnos. Esto hará que el cambio político en Colombia sea solo cuestión de tiempo.

 

Nota: según la Contraloría General de la Nación, los colombianos perdemos alrededor de 50 billones de pesos anuales en corrupción; es decir, nuestra pobreza es falta de voluntad política, no carencia de recursos. ¿Hasta cuándo seguiremos votando por los mismos?

 

Nota 2: el mito religioso es ambiguo: puede utilizarse para dominar o para liberar. Aquí se ha utilizado principalmente para dominar; sin embargo, en el cristianismo, hay ideas de sobra para oponerse a tanto saqueo e injusticia.

 

Lucha de clases

En Estados Unidos, Francia y Canadá, la lucha de clases está presente de forma explícita en el discurso político. Se discute en términos de ricos, pobres y clase media. Cuando se hace lo mismo en Colombia, la derecha y el centro pegan el grito en el cielo. La derecha acusa de comunista, y el centro de polarizador. Lo que deberíamos preguntarnos es por qué se censura con tal fuerza la explicitación de la lucha de clases. ¿Qué ganamos con eso? ¿Acaso va a desaparecer porque no la mencionemos? Colombia es la séptima economía más desigual del mundo y es el país con la tercera mayor concentración de la tierra. ¿Vamos a seguir pensando que la causa de esto es Dios? ¿No será, más bien, que se ha gobernado para que así sea? ¿Acaso los intereses de los más ricos no están sobrerrepresentados en el Estado? ¿Acaso no financian campañas presidenciales? ¿Acaso no financian campañas al congreso? ¿Acaso no hacen lobby? ¿Acaso no gozan de exenciones tributarias? ¿Acaso no manipulan leyes y decretos a su favor? ¿Acaso sus empresas no se ganan jugosos contratos con el Estado? ¿Acaso no tienen grandes medios de comunicación para imponer su discurso?

La discriminación contra los consumidores de cannabis

¿Por qué los consumidores de cannabis no reciben el mismo tratamiento por parte de la ley que los consumidores de bebidas alcohólicas? ¿Por qué el consumidor de bebidas alcohólicas puede comprar su droga en establecimientos legales, pero el consumidor de cannabis no? ¿Cuál es la razón que justifica dicha discriminación? ¿Por qué la ley otorga un tratamiento más desfavorable al consumidor de cannabis que al consumidor de bebidas alcohólicas? ¿Acaso las bebidas alcohólicas no son drogas? ¿Acaso las bebidas alcohólicas no producen adicción? ¿Acaso no son nocivas para la salud? ¿Acaso no generan problemas de convivencia?

 

En una democracia, cada ciudadano tiene derecho a decidir cómo quiere vivir su vida. Cada uno de los ciudadanos puede asumir su propia concepción del bien. Este es precisamente el significado del pluralismo, que es uno de los valores últimos de la democracia, y que consiste en pensar que sí es posible que las distintas concepciones del bien, las distintas formas de ser, pensar y sentir, convivan pacíficamente en un orden político y social. El sistema democrático no propone un Estado paternalista que le diga a los individuos qué es lo bueno y qué es lo malo, en qué pueden creer y en qué no, cuál es el sentido de la vida, cómo deben sentir, cómo tienen que pensar, cuáles tienen que ser sus gustos, etc. Por supuesto, hay límites a la hora de definir la propia concepción del bien. La libertad es, y siempre ha sido, la libertad en la ley (la libertad sin ley no es libertad, sino libertinaje).

 

Pero ¿cuál es ese límite? El límite es el derecho que tiene el otro a su propia concepción del bien. Si una concepción del bien no permite que existan otras concepciones del bien, entonces está siendo no razonable (contraria al pluralismo). Les pongo un ejemplo: si la religión A sostuviera que los miembros de otras religiones deben ser exterminados, entonces la religión A sería una concepción del bien no razonable, porque perjudicaría la convivencia pacífica entre las distintas concepciones del bien. No podríamos, en nombre de la libertad de cultos, permitir que los miembros de la religión A violen el derecho a la vida de los miembros de otras religiones. Si una persona, por ejemplo, cree que se conecta con Dios cuando fuma cannabis (las hay, y son muchas), y no interfiere con las libertades y derechos de los demás, no habrían razones, en un sistema democrático, para prohibirle que lo haga, pues se le estaría violando un derecho fundamental: la libertad de cultos. Si un sacerdote puede comprar vino de consagrar en un establecimiento legal, para consumir durante su ritual, ¿por qué no podría hacer lo mismo, pero con su respectiva droga, quien se conecta con Dios a través del consumo de cannabis?

 

Si una persona quiere divertirse consumiendo cannabis o bebidas alcohólicas, y no está interfiriendo con las libertades y derechos de los demás, no hay razones suficientes, en una democracia, para prohibírselo. Hay personas que desarrollan una vida productiva y feliz, que le aportan con su oficio o profesión a la sociedad, que respetan los derechos de los demás, y que consumen cannabis o bebidas alcohólicas. La realidad nos dice que no todo consumo de drogas es problemático. Esto no quiere decir que la democracia no permita ponerle restricciones al consumo de drogas. Por ejemplo, es legítimo que haya una ley que, en aras de procurar el orden público, prohíba temporalmente la venta de bebidas alcohólicas, como la famosa Ley seca previa a elecciones. También es legítimo que la ley prohíba la venta de bebidas alcohólicas a menores de edad. Asimismo, es legítimo que desde el Estado se realicen campañas para prevenir el consumo de drogas. Lo que no es legítimo, en una democracia, es que la ley otorgue un tratamiento desigual a un grupo de personas en razón de una preferencia en particular, sin una debida justificación. ¿Por qué quienes prefieren consumir bebidas alcohólicas reciben un tratamiento más favorable por parte de la ley que quienes prefieren consumir cannabis? ¿Qué diferencia hay entre una preferencia y la otra? ¿Qué diferencia hay entre quienes consumen bebidas alcohólicas y quienes consumen cannabis que justifique que unos puedan comprar su droga en un establecimiento legal; y otros, no?

 

El ideal de igualdad social (la misma estima para todos) que propone el sistema democrático se ve afectado negativamente con la prohibición de la venta de cannabis, pues implícitamente se le está enviando un mensaje a la sociedad de que unos, por su preferencia, son inferiores a los otros. Por eso, no es de extrañar que la gente todavía crea que el “marihuanero” es “malo” o “peligroso” por definición. Por eso, no es de extrañar que haya gente que considere legítimo que se mate a los consumidores de cannabis, en aras de “limpiar” la sociedad (las famosas “limpiezas sociales” perpetradas por grupos armados ilegales de extrema derecha). Por eso, tampoco es de extrañar que a muchos colombianos no les produzca horror las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el ejército de Colombia, durante la presidencia de Álvaro Uribe, dizque porque “no mataron gente de bien, sino marihuaneros”.

 

Nota: el consumo problemático de drogas es un problema de salud pública, y como tal debe ser tratado. Prohibir las drogas no ha sido efectivo para detener el consumo; pero, además, genera una guerra muy costosa en dinero y en sangre. Por si fuera poco, dicha prohibición ha servido para que todos los grupos armados ilegales se financien. Como si no fuera suficiente, el narcotráfico acentuó nuestros antivalores; ergo, nos terminó de corromper la política. Y para rematar, esa economía ilegal nos daña la competencia económica; pues, para lavar el dinero, los narcotraficantes abren negocios, donde venden productos por debajo del precio del mercado.

 

¿Por qué los ricos deben pagar más impuestos?

Algunas personas no están de acuerdo con que a los ricos se les cobren más impuestos, en porcentaje, que a los demás miembros de la sociedad. Por ejemplo, si la persona de clase media paga el 10% de sus ingresos en impuestos, entonces, según estas personas, los más ricos deben pagar el 10% de sus ingresos en impuestos. De no hacerlo, dicen, se restringe la libertad individual de los ricos al negarles su derecho a la igualdad.

 

A primera vista, esto parece tener lógica: toda la vida nos han dicho que la ley debe ser igual para todos. Sin embargo, en la realidad, la ley no es igual para todos. Y está muy bien que no lo sea. Por ejemplo, los niños tienen ciertas restricciones en sus libertades, porque consideramos que aún no son autónomos; es decir, consideramos que no están en la capacidad de determinar su voluntad por la razón, sino que su voluntad es determinada, principalmente, por sus inclinaciones e instintos. Seríamos unos inconscientes si permitiéramos que la ley tratara a un niño como trata a un adulto, al que se le puede responsabilizar por sus actos, precisamente porque se le considera autónomo. Así tengan dinero, la ley no permite que los niños compren licor, ni que voten, y está muy bien que así sea. Por la misma razón (falta de autonomía), las personas con ciertas discapacidades cognitivas tampoco reciben un tratamiento igual por parte de la ley. Pero si esto es así, ¿por qué se dice que la ley es igual para todos?

 

En una democracia, el valor de la igualdad deber ser interpretado como igualdad proporcional, no aritmética. La igualdad proporcional, como lo explicó Aristóteles, consiste en un trato igual para los iguales, y un trato desigual para los desiguales. Nuestra confusión respecto del valor de la igualdad se da porque la interpretamos en su forma aritmética: lo mismo a todos. Por eso, creemos que la ley debe tratarnos a todos exactamente de la misma forma. Sin embargo, esta interpretación de la igualdad crea injusticia, porque no todos necesitamos ni merecemos lo mismo. Este mismo argumento podría esgrimirse contra un sistema económico que pretendiera darnos a todos los mismos ingresos, por hacer diferentes trabajos, que requieren diferentes grados de esfuerzo y preparación. Por obvias razones, los mismos ingresos para todos sería injusto.

 

Hasta hace muy poco, en Colombia, las personas sexualmente diversas recibían un trato desigual por parte de la ley: no gozaban de los mismos derechos que los demás ciudadanos, no se podían casar ni adoptar niños. Estas restricciones sobre sus derechos humanos se justificaban en una diferencia en la orientación sexual y/o la identidad de género. Sin embargo, la Corte Constitucional, en consonancia con el sistema internacional de derechos humanos, consideró que ser homosexual, bisexual o transgénero no era razón suficiente para recibir un trato discriminatorio en derechos. Es decir, en una democracia, el trato desigual por parte de la ley debe estar debidamente justificado. En el caso de los niños y los discapacitados cognitivos, está claro que lo que justifica el trato desigual es su falta de autonomía. En el caso de las personas LGBT, tratarlas de forma desigual en razón de su orientación sexual y/o identidad de género es injusto, porque las razones que se dan para ello están basadas en prejuicios y estereotipos que no encuentran respaldo científico. Hay consenso científico alrededor de que la homosexualidad, la bisexualidad y el transgenerismo son aspectos normales de la sexualidad humana; ergo, no son trastornos mentales.  Por eso mismo, estas orientaciones sexuales e identidades de género fueron removidas de la lista de enfermedades mentales. Las personas sexualmente diversas no tienen ningún impedimento para formar familia ni para criar hijos.

 

Respecto de cobrarles mayores impuestos, en porcentaje, a los más ricos, ¿habría alguna razón de peso para justificar dicho tratamiento desigual? En mi opinión, sí la hay, y tiene qué ver con el fortalecimiento de la democracia. A continuación, desarrollo la idea:

 

El sistema capitalista es intrínsecamente injusto. ¿Por qué? Porque es un sistema que tiende a la concentración de la riqueza en unos pocos. Esto lo sabemos todos: “plata llama plata”. Entre más grande es el capital, más grande tiende a ser el rendimiento de dicho capital. Entre más grande es el capital, menos esfuerzo hay que hacer para mantenerlo y reproducirlo:

 

“La tasa de rendimiento privado del capital r puede ser significativa y duraderamente más alta que la tasa de crecimiento del ingreso y la producción g (…) La desigualdad r > g implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios. Esta desigualdad expresa una contradicción lógica fundamental. El empresario tiende inevitablemente a transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes solo tienen su trabajo. Una vez constituido, el capital se reproduce solo, más rápidamente de lo que crece la producción. El pasado devora al porvenir” (Thomas Piketty, El Capital en el siglo XXI).

 

En mi opinión, esta contradicción del capitalismo justifica un trato desigual en materia tributaria para los que más tienen. Para evitar que la riqueza se concentre de forma exagerada, el Estado debe cobrarles más impuestos a los ricos que a todos los demás ciudadanos, para con ese dinero generar igualdad de oportunidades. Pero generar igualdad de oportunidades no es repartir dinero entre los pobres, sino, sobre todo, ofrecerles un sistema público de educación de calidad, que les permita a los hijos de los pobres desarrollar sus talentos y salir de la pobreza. De esa forma, nos beneficiamos todos, incluidos los más ricos, porque van a poder disfrutar de una sociedad menos violenta e inestable. Sin embargo, esto tampoco significa que vamos a “ahogar” a los ricos en impuestos. Sin acumulación de capital, no hay crecimiento económico; sin crecimiento económico, no hay nada para distribuir ni redistribuir.

 

Para generar igualdad de oportunidades, el sistema público de educación no puede ser de menor calidad que el privado. ¿Por qué? Porque si es así, entonces los hijos de los que más tienen recibirán una mejor educación, desde el preescolar, lo que les otorgará ventajas para el resto de su vida. En Colombia, por ejemplo, los hijos de los ricos van a colegios privados que les enseñan muy bien a hablar y escribir en inglés. No puede decirse lo mismo del nivel de inglés de los que han estudiado siempre en el sistema público. En un mundo globalizado, esta ventaja puede ser determinante en el tipo de oportunidades laborales y académicas que reciben unos y otros. Esto hace que no podamos decir que el sistema de educación colombiano genera igualdad de oportunidades.

 

¿Por qué es importante para una democracia generar igualdad de oportunidades? Cuando no hay igualdad de oportunidades, vence casi siempre el privilegio. Y los privilegios son antidemocráticos, precisamente porque la democracia parte de la necesidad de que quien gobierne lo haga legítimamente, no por privilegios (Dios, linaje, etc.). La democracia es meritocrática, y por eso propone el valor de la igualdad en su interpretación proporcional, no aritmética. La democracia busca que sean los mejores quienes gobiernen y legislen. Pero sin igualdad de oportunidades, lo más seguro es que quienes gobiernen y legislen sean, en su mayoría, los privilegiados. Para la muestra, un botón: Colombia. Con el agravante de que aquí no gobiernan y legislan los mejores entre los privilegiados, sino los más deshonestos, que pueden fácilmente engañar a una ciudadanía sin formación política.

 

La igualdad de oportunidades, además, genera mayor igualdad económica (una clase media más robusta). ¿Por qué es importante para una democracia que la riqueza no esté concentrada en pocas manos? Cuando la desigualdad económica es muy grande, como en Colombia, el poder económico se hace fácilmente con el poder político. Los más ricos compran medios de comunicación, difunden su discurso entre el pueblo y financian campañas, para asegurarse de que sus intereses estén sobrerrepresentados en el Estado. Por ejemplo, el caso del hombre más rico de Colombia, el señor Luis Carlos Sarmiento Angulo: financia campañas presidenciales, sus empresas se quedan con contratos del Estado, es dueño del periódico de mayor circulación en el país (El Tiempo) y nos puso a su abogado de confianza de Fiscal General de la Nación, para poder tapar sus inmoralidades. En síntesis, la excesiva concentración del poder económico nos ocasiona una excesiva concentración del poder político que sovaca la democracia. Por este mismo principio democrático de no tener el poder muy concentrado (“todo el poder a ninguno”), es que la democracia rechaza la economía de mando. Si el Estado reemplaza al mercado, entonces un solo ente, el Estado, concentraría todo el poder político y todo el poder económico, lo que deja al individuo sin margen de defensa frente a ese Estado. Por eso, no es casualidad que los intentos de socialismo hayan terminado todos en regímenes antidemocráticos.

 

 

 

 

¿Hay principios absolutos?

Ningún principio es absoluto. Los dilemas morales son dilemas precisamente porque entran en conflicto dos o más principios. Supongamos un caso donde debemos hacer A y debemos hacer B, siendo A igual de importante que B. Pero resulta que nos encontramos en una situación en la que si hacemos A, no podemos hacer B. Y si hacemos B, no podemos hacer A. Es decir, nuestro principio de hacer A entra en conflicto con nuestro principio de hacer B.

Esta situación hipotética, de hecho, se da con frecuencia en el mundo real. Por ejemplo, apoyar o no un acuerdo de paz con un grupo armado insurgente. En este caso, colisionan dos principios: el de la paz (entendida como cese del fuego y reconstrucción de la memoria histórica) y el de la justicia penal. Es evidente que firmar la paz requiere altas dosis de impunidad, porque los perpetradores de crímenes no recibirían el castigo que está estipulado en la ley ordinaria. Precisamente, y para que la impunidad no sea absoluta, se crea una justicia transicional. No obstante, pese a dicha justicia especial, sigue habiendo un sacrificio enorme en materia de justicia penal. Pero no firmar el acuerdo de paz es seguir con una confrontación armada que mata más civiles que combatientes y que tiene un costo económico enorme, en una sociedad con una parte importante de su población viviendo sin las necesidades básicas satisfechas. ¿Qué debemos hacer, entonces, en este caso? ¿Sacrificamos justicia penal por lograr la paz o sacrificamos la paz por la justicia penal?

Otro ejemplo: supongamos que un padrino de bautismo le regala, de cumpleaños, un videojuego a su ahijado. El niño pretende jugar siempre solo, y no piensa compartir el videojuego con su hermano menor. La madre se enfrenta, entonces, a un dilema: ¿le respeta lo que es de él o le obliga a compartir el videojuego con su hermano, para forjarle un carácter generoso? Si le respeta lo que le pertenece, entonces no le forja un carácter generoso, pero si le forja un carácter generoso, no le respeta lo que le pertenece. ¿Qué es más importante reforzarle al niño en ese caso: el principio de respetar lo ajeno o el principio de la generosidad?

Otro ejemplo: supongamos que nuestro país se enfrenta a una segunda vuelta presidencial, y que ninguno de los dos candidatos enfrentados nos gusta. Sería muy comprensible que decidiéramos votar en blanco si consideráramos que las dos candidaturas son igualmente nocivas para nuestro país. Pero ¿qué pasa cuándo hay un candidato cuyas ideas ocasionarían un daño mayor que las del otro? En este caso, nos enfrentaríamos a un dilema: ¿votamos en blanco en aras de respetar el principio de la coherencia política (aun a sabiendas de que no se repetirán las elecciones ni ganando el voto en blanco) o sacrificamos nuestra coherencia política en aras de evitar un mal peor para el país?

Lo ideal, en todos los casos anteriores, es tomar la decisión que más razones parezca ofrecer en su favor. El error, entonces, consistiría en asumir un principio como absoluto. Hay casos en los que debemos sacrificar un principio por otro. Desgracidamente, la vida es así. Ni siquiera el principio de no matar es absoluto. No debemos matar a nadie, pero hay casos en los que se justifica; por ejemplo, cuando se realiza en defensa propia. La persona dogmática no entiende esto, porque cree que hay un principio absoluto, que no admite excepciones, o porque no cree que los principios puedan entrar en conflicto. Es decir, no podría admitir la existencia de dilemas morales genuinos, porque tendría que admitir, al mismo tiempo, que no hay principios absolutos o que los principios no entran en conflicto.

¿Estamos formando ciudadanos para la democracia?

El sistema educativo de una democracia constitucional[1], como la colombiana, debería formar ciudadanos que comprendan el sistema político y económico que los rige y la historia política y económica de la sociedad en la que viven. Solo así, podrán los ciudadanos votar de forma más consciente y contextualizada. Un sistema educativo que no forma políticamente deja al ciudadano a merced del demagogo, la politiquería, el despojo, la injusticia y la antidemocracia.

 

El índice de Democracia (en su medición de 2018), realizado por la Unidad de Inteligencia de The Economist (EIU, por sus siglas en inglés), clasificó a Colombia en el grupo de “Democracias defectuosas”. Esta noticia no sorprendió a nadie, porque Colombia nunca ha salido de dicha categoría. La democracia colombiana ha sido siempre una democracia defectuosa. Y no es de extrañar que se mantenga así. Basta hablar de política cinco minutos con el ciudadano promedio, para decepcionarse profundamente de la educación colombiana. Y eso incluye a quienes se han graduado de bachillerato, pregrado y posgrado. La instrucción no asegura que el ciudadano pueda desenvolverse de forma contextualizada en una democracia. La instrucción no asegura el desarrollo del pensamiento crítico ni de la capacidad argumentativa. Hay personas con títulos de doctorado que entienden muy poco de política. Y, en una democracia constitucional, lo que sería útil es que todos los ciudadanos entiendan la política, porque son los que deciden quiénes gobernarán y legislarán. Y porque son quiénes deben limitar y controlar a quienes gobiernen y legislen.

 

El sistema educativo de Colombia no forma políticamente. Para fortalecer la democracia, se necesita un sistema educativo que trate los asuntos públicos, no solo en términos de información, sino, sobre todo, de dominio cognoscitivo. Entre más comprenda el ciudadano el sistema político y económico en el que vive, mejor se desempeñará en el mismo. La participación política aumenta en la medida en que el ciudadano comprende la política. Si el ciudadano comprende los asuntos públicos, hay más probabilidades de que se anime a participar y de que no se deje engañar por demagogos. Para poder participar de los asuntos públicos, y dado que la democracia llama a la discusión, el ciudadano debe tener capacidad argumentativa. Si no, será más fácil que recurra a la violencia para imponer sus puntos de vista o que termine cayendo en la apatía total.

 

Cuando se habla de que el ciudadano debe comprender el sistema político y económico de Colombia, se habla (por supuesto) de incluir un fuerte componente histórico en la educación básica, que debe hacer énfasis en la historia política y económica del país. Para comprender el momento actual, se debe recurrir a la historia. Por eso, el componente histórico es fundamental. En la enseñanza de la historia debe incluirse las distintas versiones de los actores implicados en los hechos. Estudiar historia política debe incluir el estudio del conflicto armado colombiano, con un énfasis en las víctimas. La idea es que cuando el ciudadano se gradúe de bachillerato haya escuchado muchas veces a las víctimas del conflicto armado.

 

El colombiano es insolidario por ignorancia, no por maldad. No goza de un sistema educativo que le cuente las distintas versiones del conflicto armado interno ni que propicie espacios para escuchar, hablar e interactuar con las víctimas. Estos ejercicios deben realizarse desde primaria, porque se necesita que los futuros ciudadanos crezcan con el firme propósito de no repetir los hechos violentos. Para eso es que sirve la construcción de la memoria histórica. Pero, además, la memoria histórica es una forma de reivindicar a la víctima, de reconocerla como tal y de honrarla. A las víctimas hay escucharlas. No importa si son víctimas de la extrema izquierda, la extrema derecha, el Estado o el narcotráfico. Lo que importa es que son víctimas de la sociedad colombiana; por lo tanto, el ciudadano tiene el deber de hacer algo para reivindicarlas.

 

Formar políticamente no es ver una clase de democracia y economía en el colegio, y otra de constitución política en la universidad. Formar para la paz tampoco es tener una cátedra obligatoria de paz en las instituciones educativas. Estos esfuerzos son importantes, pero insuficientes. Además, no logran su cometido si terminan convirtiéndose en materias de relleno, como es usual. Este tipo de asignaturas deben ser dictadas por los mejores docentes, los más formados académicamente, pero, además, deben ser permanentes a lo largo del proceso educativo. No debe haber un año de la educación básica sin que el futuro ciudadano estudie y reflexione sobre la política. Así como se enseñan matemáticas todos los años de la educación básica, porque es muy importante hacerlo, es fundamental que se estudie la política, desde muchos ángulos, pero con énfasis en filosofía política, filosofía de la economía e historia, para que el ciudadano comprenda el sistema en el que vive.

 

Nota: “La ilustración es el primer derecho del pueblo en una democracia”, Benjamin Erhard.

Nota 2: “(…) si la democracia tiene que ver con la autonomía personal, si la autonomía personal es la misma dignidad, y una comunidad autónoma es la que no sea gobernada desde afuera sino que ella misma se gobierne, si esto es así, entendemos por qué es que nos gusta la democracia y por qué vale la pena educar en democracia”, Carlos Gaviria Díaz.

 

[1] Las democracias constitucionales son también conocidas como democracias modernas o liberales. Lo más preciso es llamarlas liberal-democracias, pues el elemento liberal antecede al democrático, ya que en dicho sistema político el criterio de la mayoría no puede decidir sobre los derechos de una minoría.

Escuchemos a las víctimas

Soy sensible al sufrimiento del pueblo colombiano gracias, en parte, a los jesuitas. Como ellos son defensores de derechos humanos, organizan muchos eventos sobre este tema en su universidad (Javeriana). Cualquier persona puede entrar, sin costo alguno, incluso los que no estudian en la Javeriana. En esos eventos, tuve la oportunidad de escuchar a las víctimas del conflicto armado colombiano: víctimas de la derecha, de la izquierda y del narcoterrorismo. Cada historia es una tragedia terrible. No nos damos cuenta de ello porque tenemos el vicio de no escuchar al otro, menos a las víctimas. Pero, además, está la tragedia adicional de que las víctimas son muy pobres, por lo general, entonces su sufrimiento es peor, porque sin plata la vida es más difícil, el acceso a la justicia es más difícil, reivindicar tu honra es más difícil, hacer que se escuche tu voz es más difícil, pregonar tu verdad es más difícil, desmentir la versión del victimario es más difícil, etc. Gran parte de los cordones de miseria que vemos en las grandes ciudades del país están compuestos por personas o descendientes de personas que fueron desplazadas por la violencia. Su miseria tiene una explicación. No son pobres porque quieren, sino por el contexto. Tenían una casa, tenían un pedazo de tierra y trabajaban para sobrevivir. Pero, de repente, no tienen casa, no tienen tierra, y deben desplazarse, completamente vulnerables, a una ciudad. La ciudad tiene sus propias lógicas, para las que ellos no estaban preparados. Planteémonos una situación hipotética: ¿Qué pasaría si, de repente, a nosotros nos desplazaran al campo, sin un peso en el bolsillo, a competir en el mercado laboral del trabajo de campo con gente que toda la vida ha trabajado el campo? La respuesta es obvia: vamos a estar en la base de la pirámide social del campo. Para mí, solo este hecho, el del desplazamiento de millones de personas, justifica completamente las políticas de redistribución (desde el liberalismo, no desde el socialismo). El uribismo dirá que yo fui adoctrinado por los jesuitas para ser de “izquierda”, pero la verdad es que yo solo presté mis oídos para escuchar a las víctimas. Tal vez, nos falta escucharnos más. Y, tal vez, nos falta un sistema educativo que nos cuente las distintas versiones del conflicto y que propicie espacios para escuchar, hablar e interactuar con las víctimas. Estos ejercicios deben realizarse desde primaria, porque necesitamos que nuestros futuros ciudadanos crezcan con el firme propósito de no repetir los hechos violentos. Para eso es que necesitamos la construcción de la memoria histórica. Pero, además, la memoria histórica es una forma de reivindicar a la víctima, de reconocerla como tal y de honrarla. A las víctimas debemos escucharlas y abrazarlas. No importa si son víctimas de la extrema izquierda, la extrema derecha, el Estado o el narcotráfico. Lo que importa es que son víctimas de nuestra enferma sociedad; por lo tanto, tenemos el deber de hacer algo para reivindicarlas. Tiene todo qué ver con nosotros, con cada colombiano.