Maniqueos

Había una vez un príncipe persa llamado Mane (216-277 d. C.) que fundó una religión basada en la creencia de que existen dos principios antagónicos: el bien y el mal. Según esta religión, laluz (o sea el bien) terminaría imponiéndose sobre las tinieblas (o sea el mal). Pareciera que en algún momento desconocido de la historia, nosotros, los colombianos, nos adherimos al maniqueísmo, que es como se le llama a este dogma. Todo lo clasificamos en absolutamente bueno o absolutamente malo, asumimos posturas extremas, nos atrincheramos en algún bando y desdeñamos los puntos medios.

Según un estudio sobre cultura ciudadana realizado por Corpovisionarios en 2014, el maniqueísmo y la desconfianza son las dos principales características negativas de la sociedad colombiana que, además, la hacen proclive a la violencia. Es decir, las posturas extremas se imponen sobre los puntos medios y la mitad del país considera que la otra mitad es corrupta y deshonesta. Casi todos vemos el mundo en blanco y negro y decidimos qué es blanco y qué es negro. Al tomar partido de esa forma, despreciamos las miles de posibilidades (los grises) que el mundo permite. Por ejemplo, podemos rechazar de plano las ideas de alguien (sin darles la oportunidad de sopesarlas), solo porque no nos gustan sus sentimientos o porque lo clasificamos en el bando de los malos. Esto en política pasa todo el tiempo y tiene que ver con nuestro fanatismo, otro de los grandes rasgos de la opinión pública colombiana.

Para criticar el consumismo, esta sociedad te exige ser un anacoreta. ¿Por qué? Porque para nosotros no existen los puntos medios. No entendemos que se puede no ser de ninguno de los lados opuestos. Se puede ser opositor de Uribe sin ser guerrillero, comunista, ateo, santista, ni chavista (aunque no lo crean); se puede ser profundo y banal al mismo tiempo (todos somos de todo pero en distinta proporción); se puede ser de izquierda y ser antichavista (para la muestra está Teodoro Petkoff, un ícono de la izquierda latinoamericana y crítico acérrimo del chavismo); se puede aplaudir las políticas de inclusión social de la alcaldía de Bogotá, alegrarse de la promoción de los derechos humanos que hace Canal Capital y no ser petrista, ni siquiera de izquierda; se puede resaltar lo positivo del gobierno de Juan Manuel Santos (como el apoyo decidido a la comunidad LGBTI) sin ser santista; se puede leer la biblia, disfrutar de la poesía sufí o de la belleza de los salmos sin profesar ninguna religión. ¿Por qué no se puede reconocer lo bueno y lo malo de cada cosa? ¿Por qué a quien lo hace se le acusa de contradictorio? ¿Por qué hay que atrincherarse siempre en una posición? ¿Por qué la sociedad nos exige tomar partido?

Yo insisto en que el discurso maniqueo le sirve al poder para legitimarse y perpetuarse. El objetivo siempre es polarizarnos: centralistas y federalista, en un principio; después liberales y conservadores y ahora santistas y uribistas. Pero son los mismos, solo cambia la denominación.