“¿Por qué todos los gays están locos?”

El día que la homofobia y la transfobia sean temas del pasado, el trabajo de los psicólogos y psiquiatras se reducirá considerablemente. Y también caerán considerablemente las ganancias de las multinacionales farmacéuticas que venden antidepresivos, ansiolíticos, antipsicóticos y estabilizadores de ánimo (esto si suponemos que no aparecerán otras formas de discriminación, lo que es improbable porque la crueldad del ser humano es y ha sido transversal a todas las culturas durante toda la historia… Y la estupidez también).

 

Una vez le pregunté a mi mejor amigo por qué todos sus amigos estaban locos. Y me respondió: “porque todos los gays estamos locos”. Y me quedé pensando que quizás fuera cierto. Empezando por mí. Y cuando hablo de locura me refiero a trastornos del ánimo (donde se afecta mucho más la emoción que la razón) y a rasgos muy extraordinarios de la personalidad.

 

La pregunta tuvo su origen en la extrañeza que me generaba cada amigo que le conocía. Cada uno era más “raro” que el otro y me suscitaba el mismo comentario: “nunca había conocido a alguien así”.

 

Tiempo después, mientras esperaba a que me atendiera mi psiquiatra, una señora me dijo: “Cierto que todos los gays están locos”. Y la señora no es homofóbica, ni está loca, simplemente le parecía curioso que muchos de sus compañeros de sala de espera de psiquiatría fueran homosexuales.

 

Apenas entré a consulta se lo conté a la psiquiatra y le causó gracia (esa gracia que a veces producen los comentarios que denotan ignorancia). Yo creo que le pareció ingenuo y hasta cándido que pensáramos eso. Pero ahí mismo me aclaró que la orientación sexual y la identidad de género no estaban biológicamente relacionadas con los trastornos emocionales, sino que estos eran producto, entre otras cosas, de un contexto hostil. Es decir, los responsables en gran medida de los problemas emocionales de los homosexuales, bisexuales y transgéneros son la discriminación y la opresión. Y tiene mucho sentido.

 

Uno de mis amigos más cercanos es psicólogo infantil. Todas las semanas atiende niños y niñas que son llevados por sus padres por su “tendencia homosexual”. A los padres les asusta tanto la no heterosexualidad que quieren solucionar el “problema” a tiempo, antes de que no haya nada qué hacer. Lo que no saben los papás y mamás es que quienes terminan recibiendo ayuda psicológica son ellos. A pesar de todos los esfuerzos, la homosexualidad sigue siendo percibida como una perversión, una enfermedad contagiosa (y la religión tiene todo qué ver). Y el problema es cuando esas creencias irracionales entran en conflicto con la psicología, pues el sufrimiento de esas personas se acentúa y es mucho más difícil hacerlas entrar en razón (con la homofobia no solo sufren los homosexuales sino también sus familiares).

 

La opresión dejó huella en mí (y eso que no la sufrí tanto como muchos de mis conocidos). Sufrí porque no me gustaba el fútbol, ni era bueno jugándolo. Pero me obligaba a hacerlo porque en esta cultura es casi una obligación que los hombres jueguen ese deporte. Casi que el nivel de virilidad es directamente proporcional al rendimiento en fútbol. Y el que no jugara fútbol, porque no le gustaba o porque no era bueno, recibía ofensas. Y ¿cuál es la peor ofensa para un niño y hasta para un hombre? Que le digan que es gay. O que lo relacionen con lo femenino: “tan niña”, “tan gallina”, “nena”, “mujercita”, etc. Y por supuesto que cuando uno es niño es proclive a buscar aprobación, pues no se tiene la fortaleza psicológica para sacarle partido a la diferencia y a la exclusión. Y por supuesto que sentir que lo que uno es o lo que le gusta es utilizado como un insulto, termina por afectar negativamente la autoestima, genera inseguridades, estrés, ansiedad y tristeza.

 

Ese trauma con el fútbol me provocó dificultades para relacionarme con los niños “normales”. Les tenía pavor, aunque no se me notara (soy muy buen actor y no era bueno para dejar ver mis vulnerabilidades). Con mis compañeros de colegio tenía un vínculo sano porque los conocía desde los tres años y porque éramos casi una familia. Pero conocer nuevos niños me daba terror. Me daba miedo ir a alguna fiesta, a algún paseo familiar o a cualquier lado donde fuera posible jugar fútbol (o sea a todas partes). Yo odiaba la vida cuando escuchaba el “armemos equipos”. A mí siempre me escogían de último, por obvias razones. Incluso me encantaba que me dejaran en la banca. A veces fallaba adrede para que me sacaran o fingía un dolor para que no me metieran.

 

Este trauma con el fútbol me generó ansiedad, estrés, tristeza e inseguridades y sus efectos negativos trascendieron en el tiempo. No soporto ver, ni escuchar un partido de fútbol, me da jartera que juegue la selección Colombia, no entiendo por qué alguien es hincha de un equipo de fútbol, no le encuentro sentido a que el periodismo deportivo en Colombia hable tanto de ese deporte (horas y horas diarias), me parecen horribles los hombres que juegan fútbol, los veo feos y sucios (sobre todo cuando escupen), y no hay mayor tortura para mí que el mundial de fútbol: me quedo solo con mi soledad. Mientras todo el mundo está hipnotizado con el evento, yo me encierro en mi casa y me trato de concentrar en alguna lectura mientras escucho la algarabía alrededor. Confieso que me da frustración que tantos se pongan la camiseta de Colombia porque juega la selección y no se la pongan para parar una guerra o para combatir la corrupción o para evitar el asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos, etc. Como dijo Alfonso Gómez Méndez, los goles, las tetas y los glúteos son lo que verdaderamente le interesa a la opinión pública colombiana.

 

Durante la adolescencia también sufrí. Recibía comentarios despectivos incluso antes de que yo mismo supiera que era gay (el primer hombre que me atrajo fue cuando tenía casi 16 años). Las agresiones verbales eran causadas, principalmente, porque mantenía con niñas. Era una forma de protección, pues me sentía muy inseguro estando entre hombres. No me las voy a dar de mártir porque las agresiones fueron muy pocas, las puedo contar con los dedos de las manos, pero, incluso así, dolieron y me marcaron. No quiero ni imaginarme, entonces, la tortura que fue para otros que eran muchísimo más matoneados que yo.

 

Esta historia se la conté a una prima que es psicóloga, magíster en educación y en psicología de Columbia University y candidata a doctora en Psicología clínica y social comunitaria de La Universidad de Texas. Esto fue lo que me respondió:

 

Varios estudios han encontrado que, en promedio, los individuos LGBTQIA padecen tres veces más trastornos mentales que el resto de la población y su riesgo de suicidio es cuatro veces más alto. Los resultados de muchas investigaciones indican que el estigma y la discriminación originada por la sociedad tienen efecto significativo en la salud mental y física. Por ejemplo, cuando un individuo reporta niveles más altos de discriminación, es mucho más probable que padezca de síntomas de ansiedad, depresión, y presión arterial alta. Después de muchos años de investigación, ahora sabemos que los trastornos psicológicos son el resultado de la intolerancia, la discriminación, y la opresión, y que cuando las personas LGBTQIA se crían en un ambiente con mucho amor y de mucho apoyo, ellos tienen las mismas probabilidades que el resto de la población de sufrir de trastornos mentales.

 

En conclusión, no es que los LGBTI estemos locos, sino que hemos sido maltratados. Y ese maltrato, muchas veces, ha tenido repercusiones negativas en nuestra salud mental. Paradójicamente quienes más hostilizan la sociedad son quienes más pregonan el “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, “sobrellevad los unos las cargas de los otros”, etc.

 

Respecto a los religiosos: “Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

 

Nota: Al loco de Ómar Vásquez, (síganlo en twitter @soyomarvasquez) le leí un twitter que me llamó mucho la atención: “Loco es aquel que se atreve a ser sí mismo”. Y le añado a esa idea una de Reinaldo Arenas (escritor homosexual que fue perseguido hasta más no poder por el castrismo): “Sí, la valentía es una locura, pero llena de grandeza”. Y remato con Caetano Veloso: “Visto de cerca, nadie es normal”.