Los aparatos ideológicos del sistema nos han vendido la idea de una Corea del Sur como un jardín de ensueño donde todos sus ciudadanos gozan de las apoteósicas bondades del siempre bueno crecimiento económico y progreso científico.
Yo también me comí este cuento. Y no es para menos: expertos afirman que el PIB per cápita de ese país será superior al de Japón en un futuro no tan lejano.
Sin embargo, ese “paraíso terrenal” es la capital mundial del suicidio. Corea del Sur tiene la tasa más alta de suicidios de los países de la Ocde (42 surcoreanos se quitan la vida cada día), y es, según encuestas, el segundo país más infeliz del mundo.
Pero ¿cómo es posible que en la meca del crecimiento económico la gente sea tan desdichada? Resulta que el dogma del crecimiento económico, tanto a nivel colectivo como individual (que no es más que la estimulación de la codicia), exacerba la competencia y, por ende, el estrés. La presión social por alcanzar el éxito termina causando depresión y ansiedad. Es muy diciente que las tasas de suicidios en los países desarrollados sean mucho más elevadas que en las sociedades tradicionales.
Uno espera que el crecimiento económico y el progreso científico le faciliten la vida y le ayuden a vivir con más paz y calma (además de tiempo libre). Pero, desgraciadamente, no es así. Y la culpa no es de los descubrimientos científicos (que en sí mismos son positivos y ahorran penuarias). La culpa es de la presión constante por producir, producir y producir o por acumular, acumular y acumular.
A nivel psicológico, la felicidad del ser humano depende de la satisfacción de sus expectativas. Generalmente, no nos conformamos con llevar una vida tranquila y próspera porque tenemos expectativas más altas; expectativas que el sistema nos ha empujado a tener (los lemas son “aspira a más, más y más” y “no te conformes”). “La reacción más común de la mente humana ante los logros no es la satisfacción, sino el anhelo de más”, nos dice el historiador Yuval Noah Harari en su libro Homo Deus. Es decir, nunca estamos del todo satisfechos y tenemos un sistema económico y cultural que nos alimenta la inconformidad y la codicia.
El dogma del crecimiento económico no solo tiene repercusiones negativas sobre la psicología del Homo Sapiens, sino sobre la estabilidad ecológica. Un mundo regido por la codicia no es sostenible en el tiempo (simplemente porque los recursos—materias primas y energía—son limitados). Estados Unidos nos dijo que si seguíamos sus directrices podríamos lograr su nivel de desarrollo y consumo; pero olvidó decir que se necesitan unos cuantos planetas tierras más para poder consumir al ritmo que ellos lo hacen. Lo peor de todo, es que siendo el principal contaminador del mundo, ese país se negó a ratificar el Protocolo de Kyoto sobre reducción de gases de efecto invernadero porque se muere del susto de que su siempre bueno crecimiento económico se desacelere.