Illegal drug trafficking: the worst of Colombia’s plagues?

Maria Joaquina is a 35-year-old woman, belongs to Colombia’s upper middle class, is a college graduate who received private education from preschool to university, was lovingly raised by her mother and father (both professionals), who always strove to give her the best.

In other words, she did not need anything for her personal development.

However, Maria Joaquina dreamed of marrying a man who would fill her with luxuries: a farm, a house, cars, employees at her service, clothes, jewelry and travel.

Somehow, it mattered little to nothing to her whether or not this man was a narco. In fact, instead of bothering her, the idea appealed to her.

When she was a little girl she always played with Barbies. Nothing particular until Ken became the capo; and, of course, Barbie was a mafia doll (less exotic, of course).

After graduating from college, she married an architect, the son of a great capo. He showered her with luxuries, but also with solitude.

He would not let her exercise her profession, she had little autonomy to make decisions and became an object of exhibition. She was the greatest trophy of her husband, who displayed the well-known egocentrism of one who has rivers of money.

Fortunately, she passed on the bitter drink and Maria Joaquina managed to divorce. Now she is happily married to a man who loves and respects her. Between the two they have developed a life project and work every day to make it happen. She doesn’t have many luxuries, but lives calmly.

Why does an educated, intelligent and well-off woman look for a source of luxury and eccentricities in a sentimental couple? When asked, Maria Joaquina replies: “Because of the town where I was born and raised. Almost all of us girls thought that way, it didn’t matter if you were lower or upper class. The town was infested with drug trafficking and greed was our greatest sin. For us, the mafia was something normal, something ordinary.”

Late sociologist Alvaro Camacho explained how illegal drug trafficking disrupted the ethical principles of our society: it instilled new ideas of success in which the end and not the means matters; it promoted recklessness and out-of-control machismo; an exacerbated logic of taking advantage; and the sharpening of individualism, facilism and taking shortcuts.

The drug traffickers aroused feelings of pride and admiration among a large part of the population. In their process of laundering fortunes, many Colombians managed to climb the social ladder (the famous “emerging class”).

Furthermore, the combination of violence with philanthropy gave the narcos popular support, which in turn gave them access to politics.

In spite of the all-out war declared against drug trafficking decades ago, the problem persists. Illegal drug trafficking transforms, adapts and succeeds to survive.

In the meantime, it is up to us Colombians to continue enduring the onslaught of narco-aesthetics and narco-culture, if not the very violence in the flesh.

This is why illegal drug trafficking is the worst of all the plagues that fell on Colombia.

La competencia, razón de ser del individuo

Decía el escritor portugués José Saramago que no tenía mucho sentido hablar de democracia, pues el poder real era económico. En ese entonces, la afirmación pudo haber sonado como una exageración, una aseveración apocalíptica, pesimista en demasía, pero hoy por hoy es una realidad visible en casi todos los países donde el neoliberalismo hizo carrera.

Según Wendy Brown, el neoliberalismo no es solo una corriente económica, sino una racionalidad específica y normativa, cuyo valor supremo es la competencia. El culto a la competencia permite el crecimiento económico, cuya promoción es la “verdadera y fundamental política social”. El crecimiento económico es, entonces, la razón de Estado, y la competencia, la razón de ser del individuo. El problema es que la premisa y el resultado de la competencia es la desigualdad: ganadores y perdedores. “La competencia tiene por resultado ganadores y perdedores: el capital triunfa al destruir otros capitales. Por lo tanto, cuando la competencia del mercado se generaliza como un principio social y político, algunos triunfarán y otros morirán… por cuestión de principio social y político”, escribe Brown.

La racionalidad neoliberal cambia la concepción del sujeto, que ya no es mano de obra, sino capital humano. Cada persona es una empresa que tiene que competir con las demás. La competencia oscurece la conciencia de clase, pues, convierte al semejante en un rival. “(…) como capitales, cada sujeto se considera empresarial, sin importar cuán pequeño, pobre o sin recursos sea (…) Es obvio que la transformación de la mano de obra en capital humano y de los trabajadores en empresarios oscurece la visibilidad y la iterabilidad de la clase en un grado aún mayor que el liberalismo clásico (…) La simbolización de los seres humanos como capitales humanos elimina la base de la ciudadanía democrática, es decir, un demos que se preocupa por su soberanía política y la afirma”, sostiene Brown.

La racionalidad neoliberal nos caló hondo, y a todo nivel, socavando la poca solidaridad que nos quedaba. Veamos algunos ejemplos. Es común escuchar hablar de la “envidia de los compañeros de trabajo”. Las oficinas se convirtieron en campos de batalla, donde cada trabajador se muestra como más productivo que sus compañeros, pues, es necesario que se haga notar por sus jefes si quiere “crecer”. Los colegas están para ser derrotados. El chisme, la intriga, la lambonería, la envidia, la rivalidad, la insolidaridad son, entonces, el pan de cada día de los ambientes laborales.

La competencia como valor supremo también aterrizó en la educación. Los estudiantes compiten por notas. La razón de ser del esfuerzo intelectual es la calificación, no el aprendizaje. Es común ver estudiantes universitarios matriculando asignaturas con el profesor más “fácil”, porque necesitan subir o mantener el promedio. Las electivas se convirtieron en materias de relleno y en la oportunidad perfecta para mejorar la media.Una vez graduados del pregrado, la competencia deja de ser por notas, y pasa a ser por número de diplomas. El deseo de seguir estudiando, para muchos, no responde a una curiosidad intelectual, sino a una competencia por certificados: el propósito es siempre ponerse por encima de los demás, no en calidad, sino en cantidad. Entre más, mejor.

La competencia entre universidades es cada vez mayor. Pululan los escalafones, y se convierten en titulares de prensa. Los estudiantes comparten con orgullo la noticia si la universidad ocupa un buen lugar. Las universidades se esfuerzan por cumplir con ciertos estándares de “calidad”, que muchas veces juegan en contra de la calidad misma. La idea es siempre ocupar un mejor puesto en las mediciones. Por ejemplo, es cada vez más recurrente la eliminación o flexibilización de los trabajos de grado de maestrías, porque la universidad recibe una mejor calificación entre más personas logre graduar en el tiempo previsto por el programa. Cuando un estudiante se demora más haciendo la tesis, perjudica la calificación de la institución. Entonces, ¿qué hacen las universidades? Graduarlo con trabajos más fáciles y mediocres.

Los profesores, por su parte, entraron en una carrera sin tregua por cumplir con un número de artículos publicados en revistas indexadas por año. No importa si el artículo es bueno o malo, si la investigación es pertinente o no, lo importante es cumplir con el requisito. Cada vez se quejan más del poco tiempo que disponen para preparar clase, y los estudiantes lo notamos.

El periodismo también entró en competencia. Esto significó la producción en masa de noticias para generar tráfico, por ende, dinero y credibilidad. La verdad se produce, como dijo Foucault. El imaginario colectivo asocia cantidad y popularidad con calidad. “El neoliberalismo involucra una intensificación del mercado como espacio de veridicción”, señala Brown. Entre más producción noticiosa, entre más likes y seguidores, mejor reputación y mayor credibilidad. Esto lleva al periodismo y a los medios de comunicación, en general, a titular de forma escandalosa, porque es el escándalo el que genera tráfico, likes y compartidos. El problema es que, por falta de tiempo o pereza, muchos ciudadanos terminan informándose (desinformándose) solo a través del titular. Esto, por supuesto, juega en contra de la democracia.

Hace dos semanas vi una oferta de trabajo para periodistas que consistía en escribir 120 artículos al mes, en diferentes formatos, para una página web. Esto equivale a un artículo cada 1,4 horas, suponiendo que el periodista trabajará 8 horas por día y 21 días por mes. Es decir, el periodista, bajo la racionalidad neoliberal, es una máquina barata que produce artículos de poca calidad. Y digo barata porque los sueldos son muy bajos.

Los multimillonarios incursionaron en el negocio de los medios, no porque fueran económicamente muy rentables, sino porque necesitaban producir verdad, para hacerse con el poder político. La riqueza sin poder es considerada parasitaria. “Lo que hace que los hombres obedezcan o toleren, por una parte, el auténtico poder, y que, por otra, odien a quienes tienen riqueza sin el poder, es el instinto racional de que el poder tiene una cierta función y es uso general (…) El antisemitismo alcanzó su cota máxima cuando similarmente los judíos habían perdido sus funciones públicas y su influencia, y se quedaron tan solo con su riqueza”, escribió Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo.

En conclusión, podemos decir que el neoliberalismo se nos metió hasta por los poros de la piel. “Los principios de mercado enmarcan cada esfera y actividad, desde ser madre hasta aparearse, desde aprender hasta la criminalidad, desde planear la familia hasta planear la muerte”, dice Brown. Somos una sociedad que compite por todo: por belleza, por delgadez, por el cuerpo más tonificado o musculoso, por número de seguidores en redes sociales, por número de cartones, por amigos, por gusto, etc. La cooperación social ya no es el fin de la vida en sociedad. Exacerbar la competencia equivale a alimentar los cuatro deseos infinitos de los que habló Bertrand Russell: codicia, rivalidad, vanidad y amor al poder. ¿Cuál puede ser el resultado de una sociedad que exacerba la codicia, la rivalidad, la vanidad y el amor al poder?

En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación”, Fernando Pessoa.

Nota:  Wendy Brown es una filósofa política estadounidense autora del libro El pueblo sin atributosla secreta revolución del neoliberalismo.