Infundir miedo

Ya he mencionado en este espacio que las religiones recurren a una emoción fundamental, el miedo, para adoctrinar. El famoso “temor de Dios” infundido a través de un discurso político logra controlar las mentes de los feligreses, quienes con tal de no “ofender” a su divinidad, obedecen. La mente controlada por el miedo no necesita un policía al lado que lo vigile para pensar y actuar conforme al dogma, pues no quiere merecer el más vengativo de los castigos: el infierno.

El miedo también es empleado por los amantes del poder y del autoritarismo. Estos personajes encuentran un enemigo al cual atribuirle todas las culpas de la desgracia. Bertrand Russel afirmó que nada produce mayor cohesión social que un enemigo en común, que termina convirtiéndose en la justificación de todo accionar, legal o ilegal. El fin justifica los medios, en lugar de los medios que se utilizan condicionan el fin. El enemigo elegido por los nazis fueron los judíos; por Chávez, el imperio Norteamericano y por Estados Unidos, el comunismo, con el que justificaron no pocas guerras y toda clase de injusticias durante la segunda mitad del siglo XX.

En Colombia, entre 2002 y 2010 el enemigo en común fueron las Farc. El mayor, último y único mal de este país. El unanimismo de la opinión pública fue sólido. Toda clase de hechos delictivos se justificaron desde la necesidad de exterminar esta guerrilla. Aún hoy esgrimen los mismos argumentos: que suspender las fumigaciones con glifosato es una decisión para beneficiar a las Farc; que todo lo que se hizo fue en respuesta a la presencia de unas fuerzas internas y externas que atentaban contra la seguridad nacional y que pretendían remover al presidente (nótese el parecido con el discurso de Maduro).

El objetivo será siempre infundir miedo para que los ciudadanos pidamos a gritos seguridad. Por supuesto que los medios de comunicación son una herramienta clave. Por ejemplo, prende uno Noticias RCN y casi que solo ve hechos de inseguridad, violencia y odio a las Farc (con una música escalofriante de fondo). La misma estrategia aplica para informar sobre Bogotá, que casi siempre es la mitad del noticiero “nacional”. “Cada emisión del noticiero siembra en millones de televidentes la sensación de que el caos se ha apoderado del país”, afirma Jorge Gómez Pinillos en su columna del 12 de mayo en El Espectador. En ese mismo texto se pueden encontrar dos ejemplos concretos de cómo ese noticiero (dirigido por la más uribista de las uribistas) siembra el miedo para que corramos todos a devolverle el poder a la ultraderecha.

El uribismo consiguió su paladín en televisión y la tiene clara. “Si uno logra que la gente le tenga miedo a un enemigo externo que va a venir a destruirlos –léase <<Castrochavismo>>–, van a terminar votando por uno. Simplemente porque la gente confía que el poder los va a defender”, palabras de Noam Chomsky.

Culto a la personalidad

En Colombia los partidos políticos son débiles, no giran alrededor de una ideología, sino que siguen empeñados en una política personalista. Es a través de un líder, de una figura, de un caudillo, que reúnen su caudal electoral y despiertan las pasiones de las masas. En consecuencia, los ciudadanos no votamos por un conjunto de ideas, sino por un fetiche, cuya vanidad, carisma e imagen creada nos corteja hasta hacernos caer rendido a sus pies. Muchas veces, también, nos toca votar en contra del animal-fetiche de moda porque nos produce pavor y porque no encontramos por quién más votar.

Lo antes descrito responde a un fenómeno llamado Personalización de la política, que es de vieja data, pero que adquirió su máximo desarrollo con el advenimiento de los medios de comunicación de masas. No es de extrañarse, por ejemplo, que durante una campaña presidencial, los medios le den más importancia a la pelea, a la banalidad, al chiste, a la anécdota y a la vida privada de los candidatos que a sus ideas, a sus propuestas y a la forma cómo las pondrían en práctica. Tampoco es de extrañarse, entonces, que la opinión pública discuta sobre la apariencia de los candidatos, su forma de vestir, sus ademanes, etc. Pura forma, poco fondo.

La personalización de la política tiende a convertir el debate racional, propio de una democracia, en la rendición de culto a una personalidad. Al líder carismático le creemos ciegamente, le entregamos nuestra razón, nuestra opinión, así no siempre haya mucha evidencia para hacerlo; lo defendemos en todos los lugares a donde vamos, peleamos por él, sus enemigos son los nuestros y amamos a quienes lo aman y odiamos a quienes lo odian. Nuestro caudillo no se equivoca jamás, es el poseedor de la verdad, es nuestro mesías, nuestro redentor y requiere de nuestra ayuda para imponer su proyecto libertador. A este animal-fetiche le rendimos culto a su personalidad, lo sentimos nuestro y nos apropiamos de él.

Fanatizarnos con una persona nos nubla la razón: sus contradicciones son coherentes; sus faltas son montajes y responden a una persecución; sus crímenes no existen porque fueron realizados en el cumplimiento del deber, “defendiendo la seguridad nacional”; sus condenas o las de sus allegados son injustas per se, así no se haya examinado nunca la evidencia, ni las garantías, ni el tiempo que duró el proceso, etc. Creemos en lo que queremos creer, mejor no indagar más allá.

El fanatismo profesa el “El que no está conmigo, está contra mí”, muy bíblico, muy dañino y poco recomendable para construir la paz. “No es matando guerrilleros, o policías, o soldados, como parecen creer algunos, como vamos a salvar a Colombia. Es matando el hambre, la pobreza, la ignorancia, el fanatismo político o ideológico, como puede mejorarse un país”, decía Héctor Abad Gómez, médico, defensor de derechos humanos, asesinado por el paramilitarismo en 1987.