Hay que fingir

En uno de mis tantos desvaríos me imagino que soy un político. Pero en menos de nada, cuando salgo de mi alteración mental anormal, me golpeo estruendosamente con la realidad y acepto que ni siquiera mis padres votarían por mí. Y que a mí me parecería lo más harto del mundo tener que ir de tarima en tarima, de esquina en esquina, de micrófono en micrófono, de iglesia en iglesia mendigando votos.

Porque la verdad es que para uno ganar adeptos tiene que, aparte de tener el poder económico de su lado, decir lo que la gente quiere escuchar y aparentar que coincide perfectamente con todos los valores y/o antivalores de la mayoría de la población. Es decir, hay que ser políticamente correcto, disfrazar las verdades y agregarle un discurso populista.

Por ejemplo, el presidente Santos —en un intento por ser políticamente correcto y por tratar de ganar simpatías, algo que no ha podido lograr— siempre dice en sus discursos que no hay impunidad en los acuerdos de La Habana. La verdad es que sí hay impunidad, a pesar de la justicia transicional. Yo diría la verdad: se necesitan altas dosis de impunidad para parar una guerra, de otro modo seguiría indefinidamente la confrontación armada. Esto lo sabe cualquier experto en resolución de conflictos. Pero sería muy impopular decirlo.

También es necesario escoger uno o varios enemigos y enfrentarlos verbalmente con las mismas palabras malsonantes de dos borrachos que se pelean en plaza pública. Eso es lo que la gente juzga como “berraquera”, y yo sí que carezco de esa “berraquera”.

Por ejemplo: el uribismo. Yo no veo la hora de que caiga el régimen venezolano y de que se desarmen las guerrillas en Colombia para que, de esta forma, la extrema derecha ya no pueda atemorizar a la gente: “o votan por nosotros o quedamos como Venezuela” o “votan por nosotros o la guerrilla se toma el poder”. Temores, estos, totalmente infundados. Ellos mismos saben que es mentira, pero la estrategia les funciona. Me los imagino muertos de la risa burlándose del pueblo. Eso es algo que yo no podría hacer.

He escuchado de varias personas, algunas cercanas al uribismo, decir que la homofobia de muchos de ellos es fingida. Y lo creo. No hay nada más popular en Colombia que salir a manifestar su homofobia públicamente. Si no, miren la visibilidad que ganó esa diputada de Santander. Y los uribistas lo que buscan es votos sí o sí, así tengan que traicionarse a sí mismos y a los demás.

En mi caso, yo tendría que pasar por un proceso de “restauración”, fingir que soy heterosexual y hasta casarme con una mujer para poder ser un político. ¡Imposible! Mi ética no me lo permite. Decía Miguel de Unamuno que “El fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando”. La dirigencia conservadora ha leído y ha viajado y, por tanto, creo que sus discursos son fingidos y tienen como único fin ganar simpatías. No aplica para todos los casos, por supuesto.

“Todo lo hice por protegerlo”

No me imagino el paisaje tan escarpado por el que están transitando o tendrán que transitar muchos de los niños que fueron llevados por sus padres a la marcha contra “la ideología de género”.

No quiero ni imaginarme el sufrimiento de aquella persona que descubra que no cabe en la heteronormatividad y que recuerde con dolor, zozobra y angustia que sus padres caminaron por las calles y gritaron indignados arengas contra la posibilidad de que sus hijos recibieran una educación sexual completa y con base en la evidencia. Aquel ser recordará que “el mejor manual de convivencia es la biblia” y entonces se sentirá derrotado por no haber podido vencer la “tendencia” a contrariar los mandamientos de Dios. Se sentirá inferior, sucio, culpable, avergonzado y quizás nunca llegue ni siquiera a tener la oportunidad de aceptarse a sí mismo, ni a contarle a sus padres que tiene otras formas de ser y de amar. O quizás, ojalá así sea, huya lejos, muy lejos, para evadir la realidad y poder llegar algún día a ser libre.

Recuerdo el caso de un joven nacido y criado en una ciudad colombiana, de las más permeadas por el machismo, que apenas se graduó del colegio se fue a estudiar al extranjero. Siempre supo que tenía que salir de aquí, pues los apellidos de su padre, su posición social y económica y el contexto cultural de la ciudad, le iban a perseguir indefectiblemente su diferencia.

Siempre se sintió diferente y sus padres lo notaron. Se esforzaron en vano por tratar de uniformarlo: “no muevas tanto las manos”, “no te pares así”, “no camines así”, “no seas tan elocuente”, “no seas tan histriónico”, “mesúrate”, etc. Muchas veces escuchó a sus padres, a sus familiares y a sus amigos hablar despectivamente y con asco de los “maricas”, “cacorros”, “torcidos”, etc. Pero lo que más le asustó, mortificó y le dolió, incluso después de muchos años,fueron esas mismas palabras y comentarios proferidas por sus propios progenitores. Por alguna razón cuando las humillaciones provienen de quienes nos dieron la vida son doblemente dolorosas e inolvidables. Un padre y una madre no saben el daño que pueden hacerle a sus hijos con tan solo una palabra.

Cuando el joven de esta historia llegó a la adolescencia sus padres lo exhortaron a ingerir licor, pues era algo que “todos los adolescentes hacían”. Alcoholizarse en la adolescencia, infortunadamente, sigue siendo sinónimo de masculinidad. Las formas tóxicas de la masculinidad convirtieron la borrachera en un deporte y el que más “aguante” más “hombre” y más “fuerte” es. Por eso no es raro que hayan niñas que se sientan atraídas hacia el más borracho, hacia el más peleón, hacia el que mejor encaja en las formas perjudiciales de la masculinidad hegemónica de este patriarcado.

Este joven aprendió, por instinto de supervivencia, a “comportarse”, pero nunca abandonó la idea de irse del país. La posibilidad llegó cuando se ganó una beca para estudiar en Canadá. Lleva años viviendo por fuera, hizo su vida, es independiente económicamente y pudo ser quien realmente es.

Una vez me contó que tuvo que hacer terapia para sanar todas sus memorias dolorosas y creencias erróneas que le habían causado tanto malestar hacia sí mismo y hacia sus padres. Estando por fuera se dio cuenta de que no le entusiasmaba la idea de volver a Colombia, ni siquiera de visita. Llegó el punto en que se tenía que esforzar por hablar con sus padres, pues no le provocaba en lo más mínimo saber de ellos. Incluso llegó a fingir palabras de cariño. No era que los odiara ni que hubiera dejado de amarlos, pero quería un tiempo sin ellos. Decidió alejarse, les contó sus intenciones, y lo hizo. Para ese entonces ellos ya sabían de su homosexualidad.

Al sol de hoy su padre no acepta la idea y prefiere tenerlo lejos, muy lejos. Su madre sufrió lo inefable, pero la vida y su amor le permitieron adquirir consciencia y ahora lo acepta y lo ama tal como es.

Tuve la oportunidad de hablar con ella y está arrepentida. Mira hacia atrás con dolor y halla una justificación: “Todo lo hice por protegerlo”. Ella siempre supo que su hijo era diferente y trató de negárselo a sí misma y de tratar de “corregirlo”. En una sociedad tan hostil hacia todo tipo de diferencia, muchos deciden meterse en un molde, así no quepan, para evitar sufrir. Y eso fue lo que intentó, en vano, esta madre: ahorrarle un sufrimiento.

Quieran o no quieran

En varias ocasiones he dicho que los colegios ofrecen una educación sexual mojigata y, por lo tanto, insuficiente y mentirosa. Yo, que estudié en un colegio laico, moderno y con certificación internacional, jamás fui instruido en diversidad sexual ni en identidad género. No quiero ni imaginarme, entonces, el tipo de educación sexual que imparten los colegios que pertenecen a comunidades religiosas.

Seguro se caracterizan por la omisión. El mismo tapen-tapen de toda la vida. ¡Cómo si ignorando los “problemas” fueran a desaparecer! Este tipo de educación, que omite y miente, reproduce en nuestra sociedad la exclusión, la intolerancia, la injusticia, el odio, la ignorancia y la violencia.

Yo, como liberal, defiendo la libertad de cultos y exijo que me respeten mi libertad sexual. Pero resulta que algunos cultos consolidan narrativas, discursos, que legitiman la discriminación y de ahí en adelante viene toda la tragedia que ya conocemos: exclusión, maltrato, agresiones, depresiones, ansiedades, asesinatos, suicidios, etc. Mi libertad sexual no interfiere con sus cultos, pueden adorar una mosca si se les da la gana, pero seguir diciendo que los actos sexuales entre personas del mismo sexo son “pecados” o van “contra natura” es no solo nocivo por las condiciones de discriminación y exclusión que consolidan, sino que es contrario a la ciencia, a la academia, a la razón, a los derechos humanos y a nuestra Carta Política, que es inspirada, como lo dijo el exmagistrado Carlos Gaviria, en una filosofía humanística y liberal.

Los colegios todavía no entienden que nuestro Estado dejó de ser confesional en 1991 y que la homosexualidad no es una enfermedad: en 1973 la Asociación de Psiquiatría de los Estados Unidos removió a la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales y el 17 de mayo de 1990 la OMS elimina la homosexualidad de su lista de enfermedades psiquiátricas.

Es una obligación constitucional del ministerio de Educación revisar todos los manuales de convivencia de los colegios del país para evitar casos de discriminación y acoso. Los manuales de convivencia, así sean de colegios que pertenecen a una comunidad religiosa, deben ser exequibles con nuestra constitución y con los derechos humanos.

Quieran o no quieran. Todas las políticas públicas, más en educación, tienen que estar diseñadas desde la razón, desde la evidencia y no desde la superstición. Y, lamentablemente, en Colombia hay que empezar por instruir a los profesores y rectores que han profesado una profunda ignorancia en cuanto a diversidad sexual e identidad de género se refiere.

Coincido plenamente con Julio César Londoño y con media humanidad, la pensante, que los derechos humanos son “más justos, actuales y universales que los preceptos religiosos”.

Adenda: No hay nada que dé más réditos políticos en Colombia que manifestar la homofobia públicamente.

Titánica labor

El cierre del acuerdo integral y definitivo para la construcción de una paz estable y duradera entre el gobierno de Colombia y las Farc me llenó de alegría. Los que me conocen saben que soy un convencido de la salida negociada del conflicto armado.

Una guerra irregular, como la colombiana, tiene escasas posibilidades, por no decir nulas, de terminar por la fuerza y el intentarlo constituye una verdadera tragedia humanitaria: millones de desplazados y miles de civiles muertos (81% del total de las víctimas mortales).

Además de que la vía militar, en caso de ser exitosa, no combate las raíces de la guerra: la disputa por la tierra, la exclusión política, etc. Pero también tengo la certeza de que la ejecución de los acuerdos, con todas sus imperfecciones y obstáculos, van a engrandecer esta democracia.

Hubo miles de razones para apoyar el proceso de paz, pero la que siempre me convenció fue la humanista: las víctimas que se van a prevenir si cesa la confrontación armada entre el Estado y las Farc. De hecho, fueron muchas las víctimas que se previnieron durante las negociaciones, pues bajó considerablemente la intensidad del conflicto, como lo señalaron tantas veces las cifras del Cerac.

Antes de pasar por la universidad estaba convencido de que la guerra en Colombia no existía, sino que el Estado era simplemente una víctima de grupos terroristas.

Después de estudiar un poco el conflicto colombiano y la historia política del país me di cuenta de que el poder ha sido tan macabro y cruel como la insurgencia armada y de que el Estado es el mayor responsable de la guerra, por acción y omisión, y por abonar el terreno para que surgieran todas las violencias.

Por eso era deber del Estado sentarse a negociar con las Farc, debe hacerlo también con el Eln, y parar esa matazón.

Muchas gracias a los que hicieron posible que se llegara a un acuerdo: a la delegación del Gobierno Nacional, a los países garantes (Cuba y Noruega), a los países acompañantes (Chile y Venezuela), a Naciones Unidas, a los expertos nacionales e internacionales que prestaron asesoría, a las organizaciones de la sociedad civil, a los movimientos sociales y políticos, a las asociaciones de víctimas, al papa Francisco, a la iglesia Católica, a las otras religiones, a los jesuitas, al padre Francisco de Roux, a Antanas Mockus, a la comunidad internacional, a Estados Unidos, a la Unión Europea, a los partidos de la Unidad Nacional, a la izquierda democrática, a los empresarios, a la academia y, finalmente, a Juan Manuel Santos que, a sabiendas de que arriesgaba todo su capital político, siguió adelante con el proceso de paz.

Ojalá este esfuerzo titánico de más de cuatro años no se tire a la basura por cuenta de los enemigos de la paz, de los que inundan las redes sociales deliberadamente con mentiras y tergiversaciones para atemorizar a la opinión pública.

“La paz imperfecta es mejor que una guerra perfecta”, Jan Egeland, entre otros expertos.