Desalojo/despojo

Érase una vez un país cuyo campo estaba en guerra y las migraciones eran pan de cada día. Los campesinos llegaban a habitar los cordones de miseria de las grandes ciudades y a constituir los famosos y vapuleados asentamientos “ilegales”. Todo por no morir en una guerra ajena, como tantos otros.

Hace ya 40 años que un grupo grande de ellos llegó a asentarse a orillas de un gran río en los extramuros de una gran ciudad. La autoridad fue complaciente y transigió en dejarles allí. Incluso, les recomendó el cuidado de los árboles y del hábitat en general. Ellos cumplieron a cabalidad. Varias familias llegaron después, provenientes del campo, algunos, y otros, de otras partes míseras de la ciudad.

Allí las casas no eran de esterilla sino de ladrillo y cemento. Allí no se morían de hambre: había gallinas, marranos, tenían cultivos, pagaban servicios y hasta daban empleo. Eran la envidia de los demás desdichados.

Pero un día les cayó la plaga: debían desalojar. El asentamiento estaba muy cerca al río y corrían el riesgo de ser arrastrados por las aguas.  Una misión de otro país, uno muy lejano y que funciona bien, vino a examinar el caso y dictaminó que no todas las familias estaban en riesgo. Además afirmó que la tecnología permitía mitigar los riesgos. Pero se requería inversión. Se requería de voluntad. Fue justo lo que no hubo. Había intereses de otra índole, de los que pesan más.

Ya el terreno se le había prometido a alguien para que hiciera negocios. El desarrollo llegaría a la vuelta de la esquina, como efectivamente llegó.  La comunidad fue desalojada y se les entregó en recompensa una caja de cerillas a cada familia para que pudiera vivir; hechas de placas prefabricadas. Ahora no solo viven en un lugar más indigno, sino que se les truncó su modo de subsistencia. Ahora salen a rogar trabajo y son iguales de desdichados que los otros desdichados que antes los miraban con envidia.

*Historia de ficción inspirada en testimonios reales.

Insultar

Freud dijo: “El primer humano que insultó a su enemigo, en vez de tirarle una piedra, fue el fundador de la civilización”. Yo soy defensor del insulto (no de la amenaza) y de que me insulten. No insulto a nadie por su sexo, clase social, raza, orientación sexual, discapacidad, ni identidad de género. Generalmente insulto a quien me indigna por su proceder injusto y no por eso estoy incitando a la violencia física. Jamás he utilizado mis puños, ni mis piernas, ni mi cabeza para golpear a alguien.

Y tampoco soy tolerante. No tolero la injusticia, ni la falta de voluntad política para sacar a la gente de la pobreza, ni el hambre que produce el capitalismo financiero, ni la corrupción, ni la explotación irresponsable de los recursos naturales, ni las violaciones, ni la supresión del otro, ni la codicia, ni el salario mínimo, ni el amor exagerado al poder, etc. Respeto la vida, las libertades y los derechos fundamentales de todos, incluso del más vil, pero de ahí en adelante no respeto lo que no merece mi respeto.

El respeto obligado, como se lo leí alguna vez a Carolina Sanín, es propio de los esclavos o de los secuestrados. No me gustan las religiones, pero respeto la libertad de cultos. Me opondría rotundamente a un gobierno que prohibiera alguna religión. Pero no permito que mis libertades y mis derechos se vean afectados por unas creencias religiosas. Y los defiendo con argumentos, pero también con insultos.

Una vez mi mamá me dijo que estaba incomodando mucho con mis escritos. Me alegré profundamente. Si no estuviera incomodando, significaría que estoy haciendo lo mismo que cualquier político populista: decir lo que la gente quiere escuchar. Y yo no soy político, ni estoy buscando votos, ni estoy de acuerdo con muchos de los antivalores de esta sociedad, que me parece asquerosamente injusta.

Me importa un comino que mi padre no me lea y que mi madre se incomode con mis ideas y me siento orgulloso de no haber heredado un pensamiento. Yo pienso, estudio y saco mis propias conclusiones.

No me gusta la tibieza, me encanta tomar partido y argumentar. Y no se me dificulta aceptar mis errores, ni pedir disculpas.

Por ahí me comentaron que yo “predico pero no aplico”. Muy cierto, soy un ser humano, y como decía Andrés Caicedo, somos un “costal de contradicciones”.

Y la idea de ser predicador no me gusta (por la relación de la palabra con una doctrina religiosa). Yo simplemente ejerzo mi libertad de expresión. No pretendo ser un modelo a seguir. Yo soy, simplemente soy.

Intenté asumir una actitud muy pacífica después de que ganara tramposamente el ‘No’ en el plebiscito, pero no pude. “Yo creo que la paz también es poder insultar y ser insultado, eso sí, con la pequeñísima salvedad de que del insulto no se pase a la agresión (física), ni de ahí a la eliminación física. Así que, de todo corazón, les digo que… Y espero gustoso, sus insultos”, Santiago Jiménez Quijano.

El drama de un adolescente indígena en un colegio público de una ciudad colombiana

Ayer escuché uno de los testimonios más tristes que he escuchado en mi vida (quizá el más). El drama que vive un adolescente indígena en un colegio público de una ciudad colombiana. Nadie le habla, se siente solo, no tiene amigos (le ha tocado aislarse para protegerse), le da miedo hablar (su primera lengua es la propia de su etnia, por lo tanto el español es su segundo idioma y no lo habla perfecto), lo maltratan, lo discriminan, le han hecho creer que es feo, se siente feo: “mírame, soy feo”, me dijo. Se siente odiado y cree que no le queda más remedio que odiar a los “blancos”. Sueña con graduarse y conseguir un trabajo que mejore las condiciones económicas de sus padres, pero ya perdió la esperanza y no quiere volver al colegio: “para nosotros es muy difícil estudiar, para los blancos NO, pero para nosotros SÍ”. Él viene de otras formas, de otros lenguajes, y por supuesto que la educación hegemónica le cuesta y no le prestan una atención especial. El colegio se le convirtió en una tortura (con toda razón), los profesores no saben de etnoeducación, poco lo apoyan y no hacen casi nada para evitar que se le matonee. Por eso me cago en este sistema educativo de mierda y en esta sociedad tan asquerosamente injusta.

Declaración de guerra

Hace poco tuve una discusión, muy respetuosa, con un cristiano que cree que la Biblia contiene la verdad absoluta. Él me dijo que todo el sufrimiento humano es culpa del mismo ser humano. En primera instancia por haber comido del fruto prohibido y en segunda instancia por las malas decisiones que tomamos en la vida.

Para rebatirle la primera afirmación, le dije que el Génesis es un mito fundacional y que la ciencia ya probó que la Tierra no fue creada hace seis mil años sino hace millones de años. Y que el ser humano (Homo sapiens) tampoco lleva seis mil años poblando la tierra sino aproximadamente 200 mil. Claramente, su fe es más poderosa que la evidencia científica y no logré convencerlo.

Para rechazar su segunda afirmación le dije que, si bien tenemos libre albedrío, no somos responsables 100% de todo nuestro sufrimiento. No somos responsables de todas las enfermedades que nos aquejan, ni de todos los accidentes que nos ocurren, ni de nacer en la miseria o en la pobreza, ni de las discapacidades con las que venimos al mundo, etc.

Pienso en una madre que sufre por el fallecimiento de un hijo y me rehúso a creer que esa madre sea culpable de su sufrimiento. Me rehúso a creer que soy culpable de que me caiga un coco en la cabeza cuando estoy pasando por el lado de una palmera o que soy culpable de ser homosexual (no siento la más mínima culpa).

Me rehúso a creer que un niño sea pecador desde el momento en que llega al mundo y deba ser “purificado” por un ritual que llaman bautismo. Nos meten la culpa por todos lados para que vivamos en arrepentimiento y puedan manipularnos con mayor facilidad. Lo más grave de todo es que la culpa enferma.

Me quedé pensando que es muy cruel e inmisericorde ver a alguien sufriendo y culparlo de su propio sufrimiento (así sea cierto). Lo correcto sería ayudarlo y mostrarle compasión. ¿Quién soy yo para juzgar?

Recuerdo que una vez estaba pasando por un mal momento y una compañera de la universidad me regaló una Biblia y me dijo que ese sufrimiento se debía a mi orientación sexual y que no sería salvo si no me arrepentía de aquello. Me sentí como lo peor del mundo. Me terminó de hundir.

Ahora cada vez que algún religioso me dice que no voy a ir al cielo, le digo: “Con gusto me voy para el infierno si el paraíso está poblado de gente como usted”. Cada uno debería preocuparse por su propia “salvación” y no meterse en el destino final del alma de los demás. No sufran por mí, déjenme tranquilo.

Hace poco un cristiano nos declaró la guerra a los Lgbti, ambientalistas y feministas (el artículo fue publicado en el portal Las2Orillas y lo tituló así: “Los cristianos sí estamos en guerra con la comunidad Lgbti”).

Yo no estoy de acuerdo con declarar una guerra por tener puntos de vista diferentes. Es más, me parece contrario a la filosofía cristiana. Deberíamos concentrarnos en parar las guerras, no en provocarlas.

Yo soy, simplemente soy

Cuando estaba en el colegio procuraba travestirme de macho, heterosexualizarme o adoptar las formas de la masculinidad hegemónica para evitar el matoneo. Hoy por hoy actúo con naturalidad. No me preocupo si estoy portándome como “macho” o como “mariposa”. Yo soy, simplemente soy (a veces exagero el amaneramiento con ciertos amigos, solo por divertirme). Y me encanta la gente que es, simplemente es. Y defiendo y celebro al “hombre-mariposa”. Es más, hay muchos “hombres-mariposas” que me parecen lindos y me atraen. A veces confunden mi voz por teléfono y se refieren a mí como si fuera una mujer: “Sí señora”, me dicen. Y Cuando les doy mi nombre se disculpan. Yo les respondo: “No hay nada de qué disculparse, a mí no me ofende lo femenino, ni lo femenino que hay en mí”.