Violencia política

Ahora que contemplamos la posibilidad de dejar atrás y para siempre la nociva mezcla de armas y política y que anhelamos con esperanza el poder gozar de una lucha dialéctica donde el único instrumento de ataque y defensa sea el argumento, me puse en la tarea de consultar el capítulo sobre violencia política del mapa de riesgo electoral que realiza la Misión de Observación Electoral (MOE). A pesar de que hay mejoría, lo que encontré no da para celebraciones.

La intimidación y la supresión física del oponente son prácticas que siguen arraigadas en la política colombiana. La MOE habla de un total de 83 hechos de violencia política cometidos entre el 01 de enero de 2015 y el 25 de julio de 2015. Por hechos de violencia política se refiere a amenazas, atentados, asesinatos y secuestros cometidos en contra de candidatos, funcionarios públicos o directivos de partidos y movimientos políticos. Si se comparan los datos con los obtenidos durante el mismo periodo del año 2011, se puede ver una reducción en el número de hechos violentos del 38%.

Los hechos de violencia política se presentaron en 52 municipios, ubicados en 24 departamentos. El 52% de esos hechos violentos se concentran en Putumayo, Tolima, Antioquia, Córdoba y Chocó. En 24 de esos 52 municipios hay presencia de grupos armados (Farc, Eln y Bandas Criminales), pero la MOE concluye que la violencia política “no obedece a patrones geográficos” ni está relacionada directamente con el conflicto armado sino que es una “práctica generalizada” en todo el país. Es decir, la violencia es utilizada como instrumento político a lo largo y ancho de Colombia y es independiente, en su mayoría, del conflicto armado. Cabe resaltar que el Quindío es uno de los pocos departamentos que no registró hechos de violencia política en el periodo estudiado.

El 75 % de los hechos de violencia política registrados por la MOE corresponden a la amenaza. Es decir, mediante una advertencia se busca que los candidatos no participen de la contienda electoral y que funcionarios públicos cambien posturas y decisiones. El 11% de la violencia política corresponde al asesinato, el 10% a atentados, el 4% a secuestros y el 1% a desapariciones. Estos casos afectaron a la mayoría de partidos y movimientos políticos y no se concentran sobre alguno en particular. Es decir, la violencia no se dirige hacia una orientación política en específico, sino que se utiliza de forma generalizada por grupos de diversa índole para satisfacer sus intereses.

Es importante mencionar que la violencia, según lo informa el mapa de riesgo electoral de la MOE, no se limita a la coyuntura electoral, sino que pretende incidir sobre el direccionamiento de las políticas públicas; lo que explica los hechos violentos presentados en contra de funcionarios públicos.

Desafortunadamente, la violencia es un instrumento con el que se sigue haciendo política en Colombia y constituye un atentado directo contra el sistema democrático.

El principio de toda guerra

El argentino Pablo Lipnisky, fundador del Colegio Montessori de Bogotá, pronunció una polémica frase en el documental “La educación prohibida” que podría aportar a la verdadera construcción de la paz: “Todo el mundo habla de paz, pero nadie educa para la paz. La gente educa para la competencia y la competencia es el principio de cualquier guerra”.

Lipnisky explica que la educación actual estimula en el estudiante la necesidad de ser mejor que los demás, cuando lo correcto sería estimular la mejor de las competencias: la que se tiene con uno mismo. “No tienes que ser mejor que otros, sé tu mismo”, afirma Lipnisky. Todos los días debemos esforzarnos por ser mejores, por superarnos, y para eso deberíamos poder contar con la ayuda de los demás. Debería ser deber del otro ayudarme a ser mejor. Pero no. Al prójimo le enseñaron a verme como a un rival: él tiene que ser mejor que yo y yo mejor que él. La educación exalta el individualismo y la competencia. Todavía hay colegios que conservan el ranking por rendimiento académico. ¡Imagínense!

Claramente esta forma de educarnos para la vida nos hace menos solidarios y más competitivos. “Nuestra sociedad está tan dispersa en la competencia que necesitamos una gran catástrofe para lograr imaginar una nueva forma de solidaridad y cooperación”, dijo Zizek. Ya ni con los amigos prevalece una ética de cooperación sino que terminamos rivalizando por todo; los convertimos en peldaños y no en “hermanos”, como se diría en cristiano. Y llega el desastre: de la necesidad de ser mejor que el otro nace el fantoche, el elitista, el arribista, el codicioso, el que juzga a los demás por lo que tiene y no por lo que es, el que mira por encima del hombro, etc.

Esta urgencia de ubicarnos por encima de los otros proviene, supuestamente, de una necesidad inherente del ser humano: la rivalidad. Somos seres que rivalizan por naturaleza. Pero también es una construcción social. Si no, ¿cómo se explica entonces que hubiesen pueblos donde el trabajo comunitario y la cooperación prevalecieran sobre el individualismo, la competencia, el reconocimiento y el éxito personal?

Si es cierto que tenemos unos impulsos naturales hacia la rivalidad (que además de contribuir a realizar grandes esfuerzos también provocan guerras) pues habrá que encontrar la forma de canalizarlos, de darles un escape sano. El deporte parece ser la mejor opción. La disciplina, el respeto por las normas y la competencia sana que se enseña en las prácticas deportivas pueden ayudarnos a desfogar toda esa necesidad de rivalizar. Como dijo Bertrand Russell, en el deporte el fracaso no implica un desastre, como en la guerra, o el hambre, como en el capitalismo salvaje, sino la pérdida de la gloria. “Sin deporte no hay paz”, afirman algunos con vehemencia.

La construcción de la paz también implica que nos veamos menos como rivales y más como “hermanos” que se ayudan mutuamente.