Para que nada salga mal

Me asusta decirle cuánto lo quiero. Él sabe que lo quiero, pero no conoce la verdadera dimensión.  A veces siento que lo amo más que a mí mismo y que sería capaz de dejarlo todo por él: una seña y suelto todo. Pero eso lo guardo para mí. No quiero que se sienta tan seguro y descuide esta relación, o peor aún que se vaya detrás de otro. La infelicidad del ser humano es su condena a desear lo que no tiene y yo no quiero que sienta que me tiene. Por eso no lo celo, hago de tripas corazón,  me muerdo el codo pero procuro no hacerle reclamos ni  pedirle mucha información.

Yo no puedo quedarme solo con todo este amor porque me mata. Lo que tanta felicidad me da puede convertirse en veneno de un momento a otro. Eso me asusta mucho y por esa razón quiero calcularlo todo, para que nada salga mal. Por ahora lo único que me sale mal es que a veces siento que lo quiero más que él a mí. Se lo he preguntado a quienes nos conocen: no tienen la misma percepción. Me tranquilizan, pero a veces pienso que quizás solo lo digan por eso, por tranquilizarme o por huirle a la imprudencia. Con esto de la prudencia, ya no sabe uno cuándo le dicen la verdad o cuando están siendo solo “correctos”, políticamente correctos. Yo no espero que me digan lo que quiero escuchar, yo espero la verdad. Al menos su verdad. Pero bueno, ese es un tema aparte. La cuestión es que me asusta estar dándolo todo, haciendo tantos esfuerzos, pensando cada detalle y que al final no quede nada. Al final no quedará nada de este amor, ni el recuerdo porque quienes lo atestiguaron también morirán. Pero antes de que llegue ese momento quiero que mi sentimiento permanezca correspondido.

En estos días lo llamó un hombre a las 8:00 p.m. Supuestamente  era un amigo de trabajo pero lo noté nervioso. Puede que sean ideas mías, el caso es que no le pregunté nada. Me tragué ese sapo. Soy consciente de que estoy siendo muy calculador, pero así me enseñó mi mejor amiga en la universidad. Una rubia voluptuosa que planea todos los movimientos de sus relaciones. Hay que decir que no le va mal, es ella la que se desencanta y los deja. Al menos no queda en esa horrible posición del abandonado: solo y sin saber qué hacer con tanto amor.

Cuando me angustio mucho llamo a mi amiga.  Ella siempre me recomienda el pensamiento mágico. “Un pensamiento mágico siempre ayuda”, me dice. Ese es el lugar común, recurrir a Dios, la virgen, los ángeles, deidades de cualquier tipo, energías y astros para que nos solucionen el problema. Le digo que nací sin la gracia de la fe, que soy muy racional, pero ella insiste. Si la relación se acaba, si me quedo solo con tanto amor y después de haberlo dado todo, pues el universo, según ella, me lo va a retribuir por otro lado.  Que nada se destruye, solo se transforma, que mi esfuerzo no se esfumará sino que cambiará de forma y me llegará de vuelta. Tal vez. Me suena un poco más. Aparte que pensándolo mejor, así sea o no cierto, sirve para seguir adelante. Si nos ponemos a pensar en el tiempo que hemos perdido y que podemos estar perdiendo, no haríamos nada, nos paralizaríamos. Yo, personalmente, siento que he perdido tiempo con mucha gente, con el colegio, con la universidad, con el trabajo, con todo. Podría haber llegado a este punto sin perder tanto tiempo. Pero por lo visto, la vida no funciona así. Hay que darle un orden a la mente y un sentido a la existencia.

No creo que la vida tenga más sentido que el que uno mismo le da. Lo que pasa es que preferimos dejarle esa responsabilidad al destino y a seres sobrenaturales. La libertad no es fácil, tomar decisiones es una tarea muy difícil. Por eso hay quienes prefieren la condición de subordinados toda la vida.

Que les digan qué hacer y cómo pensar, esa es la filosofía de muchos. Pero la mía definitivamente no. A mí me gusta pensar, diseñar mi propio juego y mis propias reglas. Esto claramente no garantiza la felicidad completa, si existe, pero al menos vivo de acuerdo a mi esencia y fiel a mí mismo hasta que deje de ser y regrese a la paz de la nada, para que nada salga mal.

Amigo/enemigo

En Colombia recomiendan no hablar de política ni de religión en ciertos espacios (reuniones familiares, de amigos, etc.). No se debe tocar el tema con nuestros superiores, aunque ellos sí lo hagan, especialmente en época electoral y cuando necesitan que sus subordinados voten por determinado candidato. Pero en general, esos son dos temas que se eluden. ¿Por qué? Por evitar agresiones.

Aquí discutir es sinónimo de agredir y en ese juego hemos caído casi todos. Pensamos que manifestar un punto de vista contrario está necesariamente ligado a la ofensa. A partir de allí miramos con desconfianza a todo aquel que nos contraríe. Esta idea equivocada de lo que es la discusión ha sido muy conveniente al orden establecido, pues la confrontación de ideas (en el marco del respeto) es buena para la disertación, la toma de decisiones y fortalece la opinión pública.

Nuestras discusiones están viciadas por la lógica amigo/enemigo: si me da la razón es mi amigo sino mi enemigo. Esto último tan propio de la milicia, tan propio de una guerra, tan propio de una sociedad que ha estado en guerra. Estamos muy acostumbrados al unanimismo, característica de la prensa y de la opinión pública colombiana, que de tanto en tanto legitima gobiernos “salvadores” o “líderes mesiánicos” en detrimento de la democracia.

La verdadera función del periodismo de opinión no es la persuasión, sino la estimulación de un debate crítico y racional, que es la base de una democracia deliberativa. La idea es que todos como ciudadanos discutamos, ayudemos en la toma de decisiones y, en últimas, aprendamos los unos de los otros. Es algo así como un proyecto de inteligencia colectiva, donde todos tenemos algo que aportar, incluso si no somos expertos y no contamos más que con nuestras propias experiencias.

Solo así podremos soñar con una Colombia donde: las decisiones sean fruto del consenso; la gente no se sienta más, pero tampoco menos; los conflictos no se tramiten con violencia; la pluralidad no sea un peligro; el poder económico no sea el verdadero poder y, entonces, sí tenga mucho sentido hablar de democracia; las responsabilidades de lo bueno y lo malo sean nuestras y no de ninguna deidad y la dignidad humana se exalte a través de la autonomía, que requiere libertad de pensamiento e involucra una difícil tarea: la de pensar por nosotros mismos, la de dejar de seguir, de obedecer y creer ciegamente.

Entre paréntesis. Suiza decidió cambiar su himno nacional por anticuado y porque hacía muchas referencias a Dios. Eliminar la palabra “Dios” de su himno no solo es pertinente porque no todos creen ni están obligados a creer en ese ser supremo, sino, además, porque fueron ellos y su afán por defender la democracia, la diversidad, la libertad, la paz y la solidaridad los que construyeron esa gran nación. No fue voluntad divina, sino Suiza. No hay por qué atribuirle el éxito a nadie más.

El verdadero liberal

La primera vez que vi a Carlos Gaviria Díaz en persona no tenía muchas referencias de él. Sabía que había sido candidato a la presidencia  por el Polo Democrático Alternativo y que era un hombre muy “decente”. Esto último me preocupaba más de lo que me motivaba, pues el concepto de decencia en esta sociedad conservadora no me llama mucho la atención. Jaime Garzón lo describió perfecto: “Este país se escandaliza porque uno dice hijueputa en televisión, pero no se escandaliza cuando hay niños limpiando vidrios y pidiendo limosnas, eso sí no… eso es folklore”. Sin embargo, el concepto de “decencia” de Carlos Gaviria resultó más parecido al de Jaime Garzón y otros tantos humanistas que al de los guardianes de “la moral cristiana y las buenas costumbres”.

Muchas de las preguntas y afirmaciones que lanzó al aire el maestro Gaviria ese día aún retumban en mi cabeza: “No vivimos en una democracia, vivimos en una sociedad que se esfuerza por aparentar democracia. ¿Democracia con tanta pobreza, exclusión y fracturas a la constitución?¿Por qué hay sociedades que superaron la pobreza absoluta? ¿Por qué hay tanta desigualdad en Colombia cuando hay otras sociedades que han logrado el igualitarismo social? ¿Acaso no podemos? ¿Acaso somos disminuidos? Claro que podemos, pero no han querido”.

Carlos Gaviria sintió gran afinidad por la filosofía liberal y laica. Para él, el liberalismo tenía un sentido muy noble: la libertad de pensar. El ser humano entendido, desde Sartre, como una criatura condenada a ser libre, expuesta siempre a la difícil tarea de tomar decisiones.

Pero esa libertad de pensar, según él, debía ser un derecho de todos y no un privilegio de pocos.  Su idea de democracia tenía que ver con la autonomía del pueblo para elegir cómo quería ser gobernado, pero ese pueblo debía ser una comunidad pensante y no una masa amorfa. Por eso estaba convencido de que la educación era precondición para la existencia de la democracia.

Este hombre, progresista, racional, tolerante y antioscurantista, comprendió la importancia de Polo de Rosa (grupo político LGBTI afiliado al Polo Democrático Alternativo) y lo apoyó desde la premisa de que la discriminación no podía existir en una sociedad democrática.  También  le parecía inconcebible que en un Estado de derecho se le privara a alguien de su libertad por fumarse un “pucho” de marihuana. Gracias a una de sus ponencias, la Corte Constitucional falló a favor de eximir de responsabilidad penal al médico que ayude a morir a un paciente terminal que lo haya solicitado por su propia voluntad.

Es paradójico que de Antioquia, bastión del conservadurismo católico, haya salido el mayor exponente del pensamiento liberal en Colombia. Este país perdió en 2006 una gran oportunidad de empezar a construir una verdadera democracia. Sin embargo, nos queda su legado y su ejemplo. Nada más  diciente que el trino de @PAPerezA: “Si después de ser académico, magistrado, político y de izquierda, usted muere de muerte natural y sin duda sobre su ética, usted es Carlos Gaviria”.

SENCILLO: APARIENCIA O PERSONALIDAD

Me tiene pensativo una conversación que tuve con Laura ayer. Creo que me hizo reflexionar sobre mí mismo. A veces uno cree que se conoce hasta que alguien le hace ver que no.

Ella siempre dice que me conoce tanto que cuando yo olvide quién soy, ella podrá recordármelo. Le digo que no, que no lo pienso así, a pesar de que somos amigos desde la infancia. Ayer estábamos en mi cuarto hablando sobre las aplicaciones en línea para encontrar pareja. Me preguntó si yo le hablaba a alguien que no tuviera foto de perfil. Le contesté con la verdad: no.

—¿Por qué? —me preguntó.

—No sé. Tal vez me guste hacerme una idea de con quien hablo —le contesté.

—¿No será que te importa demasiado la apariencia física?

—mmm me importa, pero no demasiado.

—No te molestes, pero yo sé que para ti importa mucho, a pesar de que todo el tiempo digas que hay otras cosas más importantes.

—Laura, yo he dicho que la apariencia física es muy importante para mí, pero en un inicio. Después me fijo en la personalidad y en los principios, que son los que al final enganchan.

—Pues a mí me engancha eso primero.  La apariencia física es un valor agregado, pero no incide en mi decisión de estar con alguien o no.

—Te apuesto a que sí —le dije—. Cuando dices que un hombre desconocido es lindo, lo juzgas solo desde su apariencia. No digo que esa apariencia tenga que cumplir con los cánones de belleza actuales, pero sigue siendo una atracción física. Es algo así como un patrón personal que juzga  o no atractivo el físico de los demás.

—Pues no tengo un patrón específico —me espetó.

—Tal vez no lo hayas identificado. Por ejemplo, hay personas que no cumplen con los estándares de belleza de la publicidad, pero aun así te parecen atractivas. ¿O no?, Laura.

—Tal vez. Pero yo no busco que un hombre sea lindo sino que tengamos los mismos principios.

—Entonces te podrías fijar en el profesor de ética. Has dicho antes que admiras su pensamiento y te parece un hombre con mucho músculo intelectual.

—Pues no. No me gusta porque programé mi mente para que no me guste ningún profesor. Si de entrada no contemplé la posibilidad de fijarme en él, ya no lo haré.

—Entonces moldeaste tu conducta. Es una buena respuesta, pero no te creo. Obvio que sientes atracción física por los demás y eso actúa antes de que conozcas a la persona. Lo que pasa es que esa atracción es superficial y efímera. Pero sé que sigue prevaleciendo en un inicio, cuando ves a la persona por primera vez.

—No sé.

—Hay gente con una personalidad que se ajusta perfectamente a uno, pero que aun así no nos gustan. Solo los queremos como amigos.

—Sí, eso es cierto. Me ha pasado.

—Entonces todos de alguna manera nos fijamos en el físico. El problema sería: ¿En qué medida importa el físico? ¿En qué medida importa la personalidad y los principios?

Aunque aparentemente la discusión la gané yo (logré convencerla de que a ella también le importa el físico), quedé preocupado por mi incapacidad para hablar con alguien si no conozco su rostro. ¿Será que le estoy dando mucha importancia a las apariencias?

Cuando una persona no me atrae sexualmente desde un inicio, no hago mayor esfuerzo por conocerla, a menos de que haya visto algo tan atractivo en su personalidad que decida convertirla en mi amiga. Si me acusan de superficial, no tendré más remedio que decir: “sí, lo soy”. Pero estoy seguro de que no lo soy ciento por ciento. Hay muchas personas que me encantan físicamente, pero que solo las he contemplado como prospecto de pareja hasta conocerlas. Si la personalidad, los ideales y los principios no coinciden con los míos o no los juzgo como “aceptables”, no hay belleza física que pueda mantenerla como una opción.

“Está buena pero que no abra la boca”, dice un amigo mío para explicar lo que acabo de decir. También lo he escuchado del mismo modo, pero en el sentido contrario: “Está bueno pero que no hable”, dice una amiga mía. Entonces, ¿la apariencia o la personalidad? Yo elijo las dos. Mi pareja me tiene que encantar físicamente, pero a la vez tengo que coincidir con su visión de mundo, su orden mental y sus principios. Así de sencillo.