Sin tanto condimento

Ana María no ha encontrado la manera de decirle a su compañera de tesis que redacte mejor. A pesar de que pasa mucho tiempo corrigiéndole los textos, no le ha mencionado nada por temor a “ofenderla”. Cuando me preguntó cómo hacía para comunicárselo, le dije: “Hazlo de forma clara, directa y sin agresividad”.

Pero la verdad es que ser directo en Colombia no es una opción, a menos de que seas un “insolente” o disfrutes de herir “profundamente” la sensibilidad del otro. Tampoco estamos acostumbrados a recibir críticas de nuestros amigos o colegas. Ellos están ahí para ensalzarnos. Aquí amamos la palabra adornada, la adulación, el eufemismo, los rodeos y lo políticamente correcto. Ni qué decir cuando hablamos de temas que son tabúes o cuando la vanidad intelectual nos empuja a los vericuetos del lenguaje para explicar de forma compleja lo que es simple (aquí los abogados son campeones). Lo importante no es ser, sino parecer. ¿Para qué? Para que no nos desaprueben.  Y Por eso es que, también, nos cuesta tanto decir NO, lo que corresponde a la primera creencia irracional del terapeuta Albert Ellis: “Es una necesidad extrema para el ser humano adulto el ser amado y aprobado por prácticamente cada persona significativa de la sociedad”.

A mi amigo Daniel le encanta conocer culturas y escribir en su blog sobre “manías” urbanas. Hace poco estuvo en Buenos Aires y destaca la forma directa de hablar de los bonaerenses. Lo mismo notó en los españoles y le fascina. Confiesa que ha tenido muchos problemas en la vida por ser sincero, frentero y directo en sus comentarios. Por eso, a veces prefiere que no le pregunten por su opinión, se la reserva. Y es que todos halagamos la sinceridad hasta que conocemos a alguien que la practica. El problema, en el caso de Daniel, es que al no expresar sus opiniones o al expresarlas de manera condimentada siente que no está siendo él sino una versión falsa de sí mismo que solo busca satisfacer a los demás. Como Lincoln,  él quisiera (cuando llegue el momento) pararse en el umbral de la muerte y poder tener, al menos, su propia amistad.

Según Albert Ellis, creador de la Terapia Racional Emotiva (TRE), buscar caerle bien a todo el mundo es una especie de servilismo que genera personas  inseguras e insatisfechas y  que, además, produce el efecto contrario, pues reduce el interés que puede despertar en los demás. La adulación, por ejemplo,  es propia de personas falsas y débiles de carácter que al ser percibida por los otros produce desaprobación. En cambio, las personas que demuestran seguridad, carácter  y que están más preocupadas por satisfacerse a sí mismas que a los otros, terminan por lograr mayor aprobación.  Al final, hay que entender que si lo que se busca es amor, lo mejor es darlo.

Seamos más inteligentes

Una persona que haya asistido a una universidad debe comprender mejor el mundo y haber erradicado de su pensamiento los prejuicios sociales. Pero, por desgracia, conoce uno profesionales que todavía creen que todo el que lleva piercing los va a robar; que todos los gays son promiscuos y tienen Sida; que todo el que lleva cresta y tiene tatuajes es un pandillero; que el pobre es bruto, perezoso y tiene mal gusto; que el ateo es un ser humano “oscuro” que cree que todo está permitido; que quien profesa una religión distinta a la nuestra vive en el engaño; que todo el que fuma marihuana es un “antisocial” y debe ir a la cárcel; que la mujer que toma la iniciativa es “puta”; que los negros son perezosos; que la homosexualidad es antinatural; que el hombre tiene que ser el macho y gran proveedor; que ellos no lloran; que una familia sin hijos no es familia; que el izquierdista es guerrillero y rechaza lo material; que toda la derecha es fascista; que los rolos son hipócritas y los paisas charlatanes.

La educación universitaria debe servir para comprender la diversidad, adquirir conciencia social y erradicar los prejuicios. Eso, definitivamente, nos hace más inteligentes. Pero sucede que encuentra uno universidades (si se las puede llamar así) que aún son prisioneras de algún dogma religioso. Sus conceptos se oponen con desfachatez a la ciencia y a la academia y sus planteamientos hace rato que quedaron por fuera del tren de la historia o, por lo menos, del debate contemporáneo sobre la familia y otros temas. Afortunadamente estas instituciones cargan con el peso del desprestigio, que terminará por hundirlas o las obligará a transformarse. Es cuestión de tiempo.

Las universidades deben tener estudiantes de todos los estratos socioeconómicos, razas, orientaciones sexuales y demás minorías. Deben promover el respeto a la diferencia y celebrar la diversidad. Entre más carreras ofrezcan, mejor. Esto permite la interacción con personas que tienen distintas afinidades, lo que hace hombres y mujeres más dispuestos a comprender otras formas de pensar, de ver el mundo y de aproximarse al conocimiento.

Una universidad debe ser una radiografía de lo que es el país y, si es posible, el mundo. Los estudiantes deben poder salirse de su situación social por un momento y conocer otros contextos. Todos podemos aprender de todos. Tal vez así nos hagamos una idea de lo que es esta nación, nos volvamos más tolerantes, más proclives a comprender que a juzgar y menos individualistas. Tal vez así, se fortalezca esta democracia.

Vale la pena aclarar que hay personas que no necesitan de una universidad para ensanchar su mente. En cambio, hay unas que van a Harvard y ni así logran deshacerse de su altivez, elitismo e intolerancia. Y además son tan cínicas que todavía esgrimen el “usted no sabe quien soy yo” cuando se sienten amenazadas por alguien, como si fuera una arma letal para neutralizar “arribistas”. Todavía falta mucho camino por recorrer y esto apenas comienza. Erradicar el odio social debe ser un punto central de la lucha por conseguir la paz.

Marcha por la vida

Él era arquitecto, hacía una maestría en la Universidad de los Andes y fue conocido por su participación en protagonistas de novela. Su mamá estaba hoy en la marcha por la vida sosteniendo este cartel y coreando todas las arengas a favor de la vida y la paz. Por cosas del azar terminé al lado de ella y escuché detalles de su tragedia. A Juan Pablo lo mataron delante de su madre por robarle 7 millones de pesos. Mientras ella hablaba se enjugaba las lágrimas con las manos. Nunca se le quebró la voz. Me tuve que retirar cuando sentí el nudo en la garganta, pero siento la alegría de haber sido testigo de que a pesar de los pesares hay gente que todavía cree que en este país podemos morir de viejos.

La victoria de la estupidez

Me emociono mucho cuando me llama o me escribe.  Hace rato comprendí que no le debo contestar, pero igual lo hago. Es una dura batalla entre la razón y la emoción. Siempre gana la segunda y toca llorar por la primera como si de verdad se hubiera muerto. Es un duelo, es la victoria de la estupidez. Prometo no volver a hacerlo. Resucito a la razón, la traigo de vuelta del mundo de los muertos solo para enviarla de nuevo cada vez que suena el celular y es él .

Es un VAMPIRO emocional. Tan solo hablarle me chupa toda la estabilidad emocional. Me deja un torbellino, una maraña de sentimientos  que corroen las entrañas. Quedo como un guiñapo. ¡Qué frustración! Me alegra pensar que la solución es mantenerlo lejos.  La distancia funciona como paliativo. Cada día de alejamiento es sentir la esperanza de la curación. La llamo así porque es una enfermedad, es una obsesión. Es mejor llamar las cosas por su nombre para empezar a combatirlas. “las cosas como son”, esa ha sido la divisa de mi vida. Los eufemismos no contribuyen sino a la confusión. No me quiero confundir, quiero sanar. Pero cada vez que escucho su voz o que leo alguno de sus mensajes vuelvo a la línea de partida. Otra vez mal. ¿Cuántas semanas me tomó estar tan bien como lo estaba antes de la llamada? Pues ese es el tiempo que me urge que pase. Quiero volver a estar bien.

A veces pienso que es mejor renunciar a la idea de liberarme. Tal vez renunciando encuentre lo que busco. Me someto por completo a esta locura. ¡Haz lo que quieras conmigo! ¡Chúpame hasta la última gota de tranquilidad! Pero el sufrimiento es tan grande y mi resistencia a someterme aún peor. Nunca he sido amigo de la sumisión, ni de callar lo que pienso o siento. Ceder ante la locura no se me da con naturalidad. No seré su esclavo. Mi mente busca deprisa las salidas. Internet siempre ayuda con un consejo, cuando no un amigo psicólogo. Ya no soy partidario de pastores, curas o culebreros. De hecho, ya no soy partidario de certezas. No quiero seguir a nadie que me ofrezca certidumbres, ya mi mente se cansó de codiciar afirmaciones dogmáticas. Prefiero resolverlo todo conforme se vaya presentando. Al menos tengo claro que el tiempo ayuda. La clave está en la voluntad. No le responda.

Mi cabeza es una máquina de hacer preguntas. Todo el tiempo me las formulo y me las respondo. Ahora mismo me pregunto: ¿Por qué haber atravesado por todo esto? ¿Cuál es el fin de haber vivido lo que viví? Yo mismo me respondo: es un aprendizaje, no te estreses, la vida es un aprendizaje y para llegar al cielo hay que haber pasado primero por el infierno. Y entonces solo le pido a Dios: ¡Señor, ten misericordia con la forma en que me enseñas! Amén.

Mientras sea homosexual…

Emilio recién salió avante de un episodio de depresión que tuvo el año pasado. Llevaba muchos meses viendo cómo su vida se oscurecía hasta disminuirlo física y mentalmente. Tuvo que renunciar al trabajo, dejó de hacer ejercicio, volvió a la casa de su madre y se sometió a un tratamiento médico y psicológico. Pensó en matarse y hasta investigó cómo hacerlo. Trataba de despejarse con marihuana y licor, pero se dio cuenta de que eso solo empeoraba la situación. Cuando intentó pedir auxilio fue apabullado con una de las afirmaciones más lapidarias que pueden pronunciar los fanáticos religiosos: “Mientras sigas en la homosexualidad jamás serás feliz”.

Esa promesa que hacen los fanáticos religiosos (sobre todo los cristianos protestantes) de que la felicidad de una persona homosexual depende de la “restauración” o “corrección” de su orientación sexual es vieja y muy efectiva para reclutar homosexuales agobiados por la culpa y los remordimientos. Emilio se enfermó, él mismo lo dice, por todas las creencias irracionales que acumuló. Creyó que tenía que competir con sus conocidos por tener el cuerpo más lindo, por conquistar más, por vestirse mejor, por conocer lo más granado de la farándula criolla, por recibir invitaciones a los mejores eventos y por tener una pareja linda físicamente, pero además acaudalada.

La competencia fue tal, que Emilio llegó al punto en que no tenía amigos, sino “frenemies” (rivales disfrazados de amigos). Se le convirtió en una gran dificultad amar: “no amo a nadie, pero pido a gritos amor”. En su propósito de buscar la aprobación de los demás se convirtió en un adicto de la atención y perdió toda solidaridad, tan necesaria para establecer verdaderos lazos de amor y amistad. Al menor gesto de desaprobación, el castillo de naipes se le derrumbó y cayó en desgracia.

Esto no le pasa a Emilio porque sea homosexual, ni porque el ambiente sea frívolo y superficial. No hay un solo ambiente, sino muchos y cada cual decide donde se quiere mover. El problema de Emilio es un problema que tenemos muchos. No hemos podido aceptar que no le podemos agradar a todo el mundo y que buscar la aprobación de los demás es de entrada un propósito fallido. Por más de que nos esforcemos, siempre habrá quien nos critique y quien no nos quiera.

osseau lo dijo hace casi tres siglos: “El hombre civilizado vive fuera de sí mismo y solo puede vivir en las opiniones de los demás”. Esa presión por satisfacer a los otros termina agobiándonos y recluyéndonos en una cárcel: la de no ser nosotros mismos.

Hoy por hoy, Emilio trabaja en su progreso moral. No es fácil desprenderse de la opinión de los demás, ni restarle importancia a los reconocimientos, pero ha podido aligerar sus cargas. Comprende que el trabajo lo debe hacer sobre sí mismo y que, por desgracia(toca aceptarlo), nunca podremos ser totalmente inmunes al prójimo.